
Capítulo 6 – El nacimiento de Antonio
Toda gran historia tiene un momento decisivo, un instante donde el alma da un salto de fe, dejando atrás todo lo conocido para abrazar el misterio de Dios. En la vida de Fernando de Bulhões, ese momento llegó cuando decidió dejar el monasterio de Santa Cruz de Coímbra y entrar en la humilde y emergente Orden de los Hermanos Menores, fundada por Francisco de Asís.
No fue una decisión impulsiva, sino el fruto maduro de un discernimiento profundo. El joven canónigo, formado en las más sólidas tradiciones intelectuales agustinianas, había sido testigo del testimonio estremecedor de los cinco primeros mártires franciscanos en Marruecos. Sus cuerpos mutilados, su sangre derramada por amor a Cristo, hablaban con más elocuencia que mil tratados de teología. Fernando sintió en su corazón una llamada inconfundible: abandonar la estabilidad del monasterio para anunciar a Cristo allí donde pocos se atrevieran a ir.
Así, a los 25 años, hizo lo que parecía impensable: renunció a todo para hacerse hermano menor, uno más entre los pobres, itinerantes, predicadores del Evangelio. Fue acogido en el pequeño convento franciscano de Oliveira do Bairro, en las afueras de Coímbra. Allí, al recibir el hábito, tomó un nuevo nombre: Antonio.
El cambio de nombre no fue casual. En la tradición franciscana, el nombre nuevo expresaba una nueva identidad espiritual. "Fernando" había muerto al mundo. "Antonio" nacía como discípulo de Jesús pobre, casto y obediente, dispuesto a vivir el Evangelio con radicalidad. Se cree que eligió este nombre en honor a San Antonio Abad, el gran monje del desierto, símbolo de renuncia y entrega total a Dios. Era un gesto claro: su vocación ya no era la del estudio protegido en un monasterio, sino la de un testigo que arde y se consume por Cristo.
La vida franciscana fue, para Antonio, una liberación interior. El voto de pobreza, lejos de empobrecerlo, le abrió al gozo de depender solo de Dios. Las caminatas largas, la comida frugal, el contacto con el pueblo sencillo, la fraternidad sin jerarquías, el silencio profundo y el canto de las criaturas: todo hablaba a su alma con una fuerza nueva. Descubrió que el Evangelio se hace carne no solo en los libros, sino en los caminos polvorientos, en los hermanos pobres, en el pan compartido con gratitud.
Pero su mayor anhelo no era solo vivir el Evangelio, sino anunciarlo hasta los confines del mundo. Inspirado por el martirio de los franciscanos en África del Norte, pidió ser enviado como misionero a Marruecos, para predicar a los musulmanes y, si Dios lo quería, ofrecer su vida como testimonio del Evangelio.
La decisión fue aceptada por sus superiores. Antonio se preparó con fervor: aprendió rudimentos de árabe, se fortaleció espiritualmente y partió lleno de ilusión. El joven hermano menor soñaba con sembrar el nombre de Cristo donde aún no había sido proclamado, aunque le costara la vida.
Pero Dios, en su sabiduría, tenía otros planes. Nada saldría como Antonio había imaginado.
La misión africana, que había parecido el culmen de su entrega, se transformaría pronto en una gran lección de humildad, obediencia y abandono en las manos del Señor.