Al colmar a la Santísima Virgen de bendiciones, Dios ha deseado que se dirija hacia Ella nuestro culto como Madre de su Hijo y Madre de los hombres. Por eso, es desacertada e injusta la crítica y la reprensión que hacen los protestantes y muchos enemigos de la Iglesia Católica contra la devoción a la Santísima Virgen, como si quitáramos algo al culto debido sólo a Dios y a Jesucristo o como si fuera una idolatría. Por el contrario, el honor y la veneración que tributamos a nuestra Madre celestial redundan enteramente y sin duda alguna en honra de su divino Hijo, porque de Él nacen todas las gracias y dones. Como decía el papa Pío XII: “Al honrar a María, cada vez que en Ella se piensa, rendimos homenaje a las superabundantes gracias y amor del Redentor de los hombres” (Alocución a los miembros de la Catholic Relief Services, 8-XII-1955); y también señalaba él mismo: “¿Acaso Jesús y María no son los dos amores sublimes del pueblo cristiano?” (Alocución a los peregrinos portugueses, 21-IV-1940).
Por eso precisamente, el culto a Nuestra Señora debe evitar tanto cualquier falsa exageración como todo defecto o falta de devoción hacia Ella. Y de esta manera, rectamente entendido su culto, se comprenderá que todo en María nos lleva hacia su Hijo, único Salvador; todo en María nos eleva a la alabanza de la Santísima Trinidad. Además, el culto a la Virgen está estrechamente unido al culto eucarístico, porque María no tiene otro deseo que el de conducir a los hombres a Cristo; y la Eucaristía, que es el centro de la vida cristiana, porque de ella vienen a nuestras almas las fuerzas y gracias sobrenaturales, exige de nosotros un amor activo y eficiente.
Condiciones de la devoción mariana.
La devoción mariana debe asentarse sobre pilares firmes y seguros, y para ello conviene que sea alimentada doctrinalmente de una manera adecuada, mediante un esfuerzo de reflexión teológica seria. Esto implicará, lógicamente, que haya de ser una piedad fiel y sumisa a la Iglesia, y que la devoción mariana y la fidelidad eclesial vayan de la mano. Según decía el citado Pío XII: “La verdadera devoción, la tradicional, la de la Iglesia, la que llamaríamos del común sentir cristiano y católico, es esencialmente la unión con Jesús bajo la guía de María. La forma y las prácticas de esta devoción podrán variar con el tiempo, con el lugar o con las inclinaciones personales, pues dentro de los límites de la doctrina sana y segura, de la ortodoxia y de la dignidad del culto, la Iglesia deja a sus hijos un justo margen de libertad” (Alocución en la canonización del Padre Luis María Grignion de Montfort, 21-VII-1947).
A María hay que acudir con una devoción llena de fe, esperanza y caridad, que esté animada por estas tres virtudes teologales, y ofreciéndole oraciones suplicantes y obras piadosas de penitencia y de caridad. Por lo tanto, ha de ser una devoción obediente a María misma, confiada en el abandono a Ella y cuidadosa de imitar sus virtudes y la vida de Cristo. Debe asentarse sobre una sólida fe y basarse en una conversión del corazón y en propósitos de renovación cristiana, de tal modo que a la vez conllevará una reforma efectiva y necesaria, en el campo individual y familiar, en el cívico y social, y en el nacional e internacional, promoviendo la justicia social, la paz y la hermandad entre los hombres a todos los niveles. Ciertamente, en el católico debe existir una coherencia plena entre su vida interior y su vida pública y es necesario esforzarse por la dimensión social del Reinado de Cristo y de María. La fe no es algo que se queda en la capilla y la sacristía, sino que se proyecta sobre la totalidad de las acciones del cristiano, el cual debe empeñarse de un modo especial en la reforma moral de los hombres y en el logro de la justicia social. Esa proyección social de la devoción mariana, lógicamente, se ha de plasmar en buenas obras por parte del cristiano, tanto de penitencia como de caridad y de acción social.