Creo sinceramente que los peligros, que acechan a la familia, son quizá más numerosos que antaño, pero pienso, al mismo tiempo, que ofrecen más oportunidades de mejora y de crecimiento personal.
La pregunta por la familia implica la comunicación como parte de su respuesta. La familia la conforman personas. No existe sin éstas. Y a la persona no se la entiende en soledad. Es decir, el tipo de compañía, que necesita, no es accidental. No le basta con acudir a un cine o a un parque de atracciones y sentirse acompañado. La proximidad de personas, que necesita, sólo la pueden proveer verdaderamente sus seres más allegados… su familia. Es preciso comprender que “para aprovechar mejor el potencial humano, hay que consolidar la institución familiar”. Lo segundo no se obtiene sin lo primero.
El camino a seguir
En palabras del reconocido pensador alemán Heidegger, la comunicación es la “casa del ser”. Sin ella, el ser no se realiza. Tampoco la pareja, que pretende amarse, y mucho menos nosotros mismos. Al final, como dice el psiquiatra Aquilino Polaino, “hay una poderosa vinculación entre comunicación y satisfacción conyugal”. Lo mismo podemos decir entre comunicación y satisfacción filial, o satisfacción paternal, o maternal, o fraternal.
El lenguaje se cultiva cuando existe reciprocidad. Ésta sólo se produce en un ambiente positivo, de simpatía, que enriquece y anima. Si las relaciones familiares son frías o simplemente cordiales, resulta imposible que allí germine la confianza y la apertura personal. Por eso es decisivo que reine el optimismo sobre el pesimismo, la predisposición alegre sobre la visión ceniza. Hay que evitar los tremendismos, las ironías hirientes, los rumores dañinos, las quejas improductivas, las críticas insípidas, las discusiones banales. Polo, otro filósofo del siglo XX, explicó que “cuando a un ser humano se le valora positivamente, se le hace un gran favor, porque entonces él hace lo posible por estar a la altura de esa valoración. En cambio, cuando se le valora de modo mezquino, esa persona no hace nada por superarse”.
Dicho lenguaje no implica siempre la mención de palabras, ni muchísimo menos. Sin negar el valor del lenguaje hablado como arte, por ejemplo, estoy convencido de que el lenguaje del silencio puede ser igual de eficaz. Parece que estamos muy poco acostumbrados, muy poco educados, muy poco atentos a la expresión ajena, a la necesidad de comunicación ajena. Todo esto amplía de tal manera el problema del lenguaje -no del saber hablar, sino del lenguaje-, que lo que dicen los estudios sobre él resulta de una gran parcialidad. El discurso está incompleto, porque el lenguaje en su noventa por ciento no consiste en poner significados en palabras, sino en poner significado en inflexiones, en gestos, en maneras de comportarse, etc.
Conviene poner atención en el lenguaje, tanto en su dimensión verbal como en la no verbal, para dinamizar la realidad familiar, para oxigenarla y llenarla de esperanza.