San Alberto nació en Lavingen, Suavia, el año 1193. Hijo de una familia noble, tuvo una juventud despreocupada, se dedicó a la caza a orillas del Danubio, posteriormente se fue a estudiar a la universidad de Padua. Un día oyó allí predicar al Beato Jordán de Sajonia, General de los Dominicos, y una luz súbita le transformó. Al bajar Jordán del púlpito, Alberto le pidió el hábito dominico. Tenía entonces treinta años.
Este suceso partió su vida en dos, comenzó una nueva etapa que se resume en tres tareas, que colmarán su vida: rezar, estudiar y enseñar.
Estas tres tareas no estaban separadas. Las realizaba simultáneamente, como actividades complementarias, que se apoyaban y nutrían mutuamente, como partes integrantes de su personalidad.
Sólo algún pequeño paréntesis le interrumpió: dos años obispo de Ratisbona, provincialato, predicador de la Corte pontificia y de la 8.a Cruzada, por orden de Urbano IV, y su asistencia al II Concilio de Lyón.
Además de ser un hombre de oración, fue un hombre de estudio. El resultado fue, un gran profesor. Enseñó en Friburgo, Lausana, Ratisbona, Estrasburgo, y sobre todo en París y Colonia. Se le ha llamado el Doctor Universal, por su saber enciclopédico, experto en todos los ramos del saber. En sus obras aparece el sabio, el filósofo, el teólogo y el místico.
Fue un forjador de grandes maestros: San Buenaventura, Bacon, Hales, Duns Scoto y otros. Y el más ilustre, Santo Tomás de Aquino. Alberto lo descubrió y estimuló. Cuando algunos condiscípulos motejaban a Tomás, como «el buey mudo», Alberto les corrigió: «Sí, pero sus mugidos conmoverán al mundo». Tomás recogió de Alberto la tradición filosófica y teológica.
Alberto sobresalió con luz propia en las ciencias naturales. Estableció el principio de la autonomía de la ciencia y las leyes de la investigación. Estudió la esfera de la tierra, hizo experimentos químicos.
Tuvo un gran mérito al distinguir el campo de la filosofía del de la teología, por su intuición de la independencia del pensamiento, y por su doctrina sobre la concordia de la razón y la fe. Concordia que no busca en el platonismo agustiniano, como San Anselmo, sino en el sistema aristotélico, como base más segura para el dogma cristiano. Fue una gran intuición que desarrollaría su discípulo Tomás en la Suma Teológica.
Y junto al sabio, el místico y el santo. La armonía que supo encontrar entre la ciencia y la fe, la vivía en todos los aspectos de la vida: rectitud, lealtad, caridad. Sus devociones preferidas, en las que se refugiaba para alimentar su espíritu, eran la Misa, la Pasión de Cristo y la Virgen María. Era un sabio humilde, que sabía que todo lo recibía de Dios. Y era un sabio caritativo que todo lo comunicaba a los demás.
Siempre luchó por defender la verdad, no por defender lo que creyera que eran sólo opiniones suyas. Pero cuando supo que el obispo de París estaba para condenar algunas tesis de Tomás de Aquino, recién fallecido, Alberto, a sus 85 años, se puso en camino y su sola presencia lo arregló.
Pasó sus últimos años en Colonia, a orillas del Rin, preparándose para el tránsito final. Pide conocer el lugar de su sepultura, y ante él reza todos los días su mismo oficio de difuntos. Pero no estaba ocioso. Había recibido cinco talentos y quería aportar otros cinco ante su Señor. La muerte le sorprendió orando y trabajando, como había vivido siempre: dando los últimos retoques a un tratado sobre el Santísimo Sacramento. Murió en el año 1280.