Al tratarse de una nación llena de desigualdades, las diferencias sociales todavía son pronunciadas. En lo más alto de la clase social prepondera un tipo especial de familia: el de unos niños nacidos y educados por unos padres extremadamente adinerados que no se cortan en nada y que los complacen sin tapujos. Y no sólo en el sentido material; también en el moral. Dicho modelo puede sonar a cliché, pero es muy real. Unos pocos centenares de familias tienen en su haber la inmensa mayoría del patrimonio económico nacional, y a menudo en ellas predominan los padres con un estilo educativo “superindulgente” y “superprotector”: expresan a menudo su amor desmedido por sus hijos y tienen un gran afán por dominarlos y por asegurarse de que tengan un futuro acorde con sus expectativas. Las consecuencias prácticas de este estilo son claras: a menudo los chicos son consentidos, viven en la opulencia y están acostumbrados a caprichos que consideran merecidos.
El otro estilo educativo de enorme presencia en las casas ecuatorianas, y que estoy seguro se repite en más países, incluido España, es el de los padres negligentes. Si lo que más abunda en Ecuador son las familias de clase baja, se entiende que sus miembros están acostumbrados a vivir en la adversidad. En otras palabras, la supervivencia suele ser uno de sus retos diarios. Esto hace que cualquier trabajo sea bienvenido y que los desafíos promuevan la madurez de la familia. Los hijos, acostumbrados a que sus padres lidien con las penurias día sí y día también, están habituados a buscar medios para subsistir.
El grado de responsabilidad y madurez que se exige en este tipo de familias es alto. Los padres incurren a menudo en la negligencia, y no por falta de voluntad de atender a sus hijos, sino porque simplemente lo exigen las circunstancias. Es común ver en la calle a niños pidiendo limosna, o a jóvenes que nada más acabar sus estudios de secundaria empiezan a laborar en el campo para ganarse el pan.
Ninguno de estos dos estilos educativos expuestos es el ideal. Si el primero corre el riesgo de formar a niños insensibles, malcriados e ingenuos, en el segundo resulta típico que aparezcan chicos y chicas faltos de ambición –nunca han conocido la riqueza- y, a la postre, con un vago sentido de la moral, porque sus padres rara vez se encargaron de encauzarlos por la senda de la verdad y del bien.
Aquí, sobre el papel, el lector puede fácilmente reconocer los problemas de estos modelos educativos y de lo perjudiciales que resultan para la familia. Pues bien, ¿y qué hay del modelo educativo que rige nuestra familia? ¿Lo apreciamos en su justa medida? Educar es, en el fondo, ayudar a ser mejor personas, a desarrollar el carácter y la personalidad… y es también, si creemos en ellos, formar a nuestros seres más cercanos en valores cristianos.