El rey es Recesvinto y estamos en el año, el 657; ha muerto San Eugenio, el célebre arzobispo de Toledo; el clero, el pueblo y la corte ponen los ojos en Ildefonso, abad del monasterio Agaliense, situado a las afueras de la ciudad, para buscar sustituto. Ildefonso es alto, con perfil de asceta y andares graves; fue uno de los asistentes a los tres últimos concilios habidos en la ciudad, el VIII, el IX y el X, aunque en este no aparece su firma. Tenía entonces cincuenta y cinco años. Se le conoce por su gran elocuencia y por su hablar suave y hondo, aunque a veces se encrespa cuando ve los derechos conculcados que critica duramente mirando por la justicia.
Para recomponer su vida, disponemos del Beati Ildephonsi Elogium de San Juan de Toledo, contemporáneo suyo y su sucesor en la sede toledana.
Nació en el 607, durante el reinado de Witerico. Posiblemente fue sobrino de Ssan Eugenio III, obispo de Toledo, quien comenzó su educación. Parece que no es totalmente cierto que se le enviase a Sevilla para completar su aprendizaje junto a san Isidoro, como dan por hecho algunas de las Vidas sobre él; al menos hay que decir que no hay datos para poder asegurarlo. En cambio, hay que afirmar que tuvo una esmerada educación y sus escritos son exponentes de una brillante formación literaria.
El obispo de Toledo, que se llamaba Eladio lo ordenó diácono en el 632 o 633. La afirmación de que sus padres presentaran una oposición fuerte y decidida para que entrara en el monasterio Agaliense, situado en los arrabales toledanos, y que tuviera que tomar la decisión de escaparse de casa para lograr su vocación; más bien parece, al juicio de los estudiosos, que semejante afirmación está interpolada en el Eulogium. Cierto es que llegó a ser abad, y que dejó su cargo en la casa donde se libraban las grandes batallas del seguimiento evangélico en mutua emulación y ayuda para ocupar la sede de la metrópoli el 26 de noviembre del 658.
Buena parte de su obra literaria se ha perdido, pero se conserva parte de su producción: En su escrito Caminando por el desierto pasa –en prosa recia portadora de alturas místicas y rico en paralelismos y transposiciones– de las criaturas al Creador con sabor del Cantar de los Cantares; en el añadido y continuación al Varones ilustres de san Isidoro, hay constancia de trece personajes de los cuales siete son toledanos y es una pieza de valor para conocer el episcopologio de Toledo; en el Tratado sobre el Bautismo se conservan los modos rituales de administrarse el sacramento en la España visigótica. Hay también conservadas determinadas composiciones litúrgicas. Pero lo que más célebre le hizo es el opúsculo Perpetua virginidad de la Madre de Dios en el que, después de refutar tres herejías en torno al misterio –quizá sean delicadas alusiones a personajes de la época–, deja descubierta su alma en una torrentera de afectos a María Santísima, llegando a pasar a la literatura litúrgica fragmentado en siete lecciones.
Esta devoción tierna y teológica que Ildefonso profesó a la Madre de Dios fue glosada en las letras españolas desde Gonzalo de Berceo (s. XIII) hasta el maestro Valdivielso (s. XVII), pasando por el Beneficiado de Úbeda y Lope de Vega que le llama el «Capellán de la Virgen» en la comedia que escribió con ese mismo título; su veneración quedó, además, plasmada en hierros, piedras, mármoles y pincel. De hecho, propuso y fue aceptada una reforma en el calendario para facilitar la celebración del misterio de la maternidad divina con fiesta que no estuviera condicionada por impedimentos litúrgicos y precedencias rituales.
Rigió la metrópoli de Toledo algo más de nueve años. El 23 de enero del 667 se murió y lo enterraron en la basílica de santa Leocadia. A mediados del siglo VIII, los mozárabes trasladaron sus restos a Zamora para librarlos de la persecución de Abderramán I.
Es todo lo que puede decirse del santo, de su obra literaria y de su influjo en la liturgia mozárabe siempre merecedora de profundización y conocimiento para el mundo hispano. Hay otras cosas atribuidas al santo que no se sabe muy bien si benefician al santo o enturbian su figura con su relato; pienso que depende de la óptica con la que se le mira y examina. Los muy serios quizá digan que son tonterías y mucho temo que las utilicen para desprestigiar la imponente figura; los amantes de dar alas a la imaginación probablemente las considerarán ciertas, angelicales y dignas de todo crédito por convenir de modo cabal a la figura del hombre de Dios. Los críticos serios suelen narrarlas, pero advirtiendo que pertenecen a la hagiografía popular siempre deseosa de acumular majestuosidades sobrenaturales a las personas que tanto bien le hicieron con su enseñanza para construir el edificio de su fe. Se trata de dos narraciones referentes a intervenciones inexplicables.
La primera tuvo lugar un 17 de Diciembre y dicen que los relatores fueron testigos oculares del portento que sirvió de inspiración a los pintores Velázquez, Zurbarán, Murillo, Rubens y otros. Iban procesionalmente el rey Recesvinto con su obispo y pueblo a celebrar la vigilia de la Anunciación a la catedral, cuando el susto y el miedo hizo volver aterrados a los que se encontraban ya con los hachones encendidos dentro del templo, entre humos, gritos, gestos extraños y muchísimo desconcierto. El obispo se adentra con paso seguro hacia el altar donde se inclina y al levantar la mirada contempla a la Virgen que ocupaba, como en un trono, la silla episcopal, dejando de regalo y premio una vestidura litúrgica traída de los tesoros del cielo.
La otra es más vulgar, quiero decir de inferior rango. La narración tiene por escenario la basílica martirial de Santa Leocadia y el tiempo es el día antes de la marcha al cielo del obispo. Se celebra el decimoctavo aniversario de la subida del rey al trono. Cuando todos bendicen a Dios por sus dones, tuvo lugar una aparición de la mártir Leocadia, quien, salida del sepulcro, se une a la alabanza a Dios y agradece a Ildefonso los cuidados dispensados a la Virgen. El obispo cortó con el estilete que el rey portaba en su cintura un trozo del manto de santa Leocadia.
Los toledanos –y muchos más– besan la piedra de la «descensión» y miran con gusto y asombro el «roto» hecho al manto de su santa.