E independientemente de los resultados y las medallas que obtuvimos, pienso que se pueden hacer muchas reflexiones a raíz de un espectáculo al que millones de personas prestaron tanta atención durante casi tres semanas.
Uno de los momentos más memorables de esos Juegos - al igual que en el de cualquier otra edición pasada - fue el de la inauguración: 204 países desfilaron por el Estadio Olímpico aquel 27 de julio por la noche. 204. “Ni siquiera la ONU, con 193 Estados miembros, logra reunir a tantos países”, recuerdo que pensé. Y es que no hay nada como las competiciones deportivas. Nada une a tantas culturas, a tantas naciones, a tantas religiones, a tantas lenguas, a tantas ilusiones como el deporte.
Estados Unidos podrá estar todavía en conflicto político con Iraq, pero eso no impidió que corredores de ambos países compitieran en la misma carrera para luchar por el oro. Judíos, musulmanes, protestantes, católicos, budistas, hindúes… personas de todo tipo de origen, sin importar su condición social, su idioma ni su ideología, coincidieron y compitieron representando a su país en lo que mejor se les daba.
Valores del deporte
Todos los buenos resultados deportivos de los Juegos Olímpicos escondían un gran espíritu comunitario, humildad para seguir mejorando y muchas horas de esfuerzo constante. El deporte trae consigo numerosos valores, nada despreciables, que convierten en iguales a todos sus competidores. Frente a un balón de fútbol, un arco, una pértiga o una raqueta de bádminton, poco importan las clases o las creencias religiosas, aunque todos deberían coincidir en el respeto por la dignidad del contrario.
El Beato Juan Pablo II fue un claro defensor del deporte. Lo practicó con regularidad desde que era joven, e incluso siendo Papa quiso ponerse sobre unos esquís. Recibió a cientos de personalidades provenientes de este ámbito y escribió unos 120 discursos y mensajes para subrayar su importancia. A los miembros del equipo “Milán” de fútbol les aseguró: “Un equipo no sólo es fruto de condiciones y prestancia física, sino que es también el resultado de una rica serie de virtudes humanas, de las cuales, sobre todo, depende el éxito: el entendimiento, la colaboración y la capacidad de amistad y de diálogo; en una palabra, los valores espirituales, sin los cuales el equipo no existe y no es eficaz. Os exhorto a ser vigilantes a fin de que dichas virtudes, que os caracterizan y os valoran ante los deportistas, no sean descuidadas por vosotros”.
Fraternidad, respeto mutuo, perdón, serenidad, justicia, paciencia, generosidad, prudencia, lealtad… el deporte constituye una auténtica escuela de virtudes que la tradición cristiana reconoce desde principio, utilizando a menudo la metáfora de la competición atlética para describir el esfuerzo por alcanzar la virtud y la fidelidad a Cristo. El propio San Pablo habló de su vida como una carrera en la que resulta vital alcanzar la meta final (1 Co 9,24-27).
Las competiciones deportivas, en fin, pueden favorecer, y mucho, las relaciones personales. Además de reportarnos mucha diversión, son el nicho perfecto para poner en práctica la caridad y la solidaridad que Cristo nos pidió y nos sigue pidiendo.