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“¡Sea hecha siempre tu santa voluntad!”

Escritor

Oscuro y frío era el interior de la montaña donde habitaba una graciosa piedrecilla de amatista. Alojada en una enorme geoda y rodeada de muchas otras gemas, se sentía feliz de saber que Dios, su Creador, la amaba y se deleitaba con su belleza. Se pasaba su existencia glorificándole y deseando agradarle, aun hallándose encerrada dentro de una pérdida roca en la inmensidad de la tierra.

En la morada de la amatista se conversaba mucho: las piedras más ancianas les contaban a las más jóvenes míticas y extraordinarias leyendas del exterior, de las que tenían conocimiento por las narraciones del manantial que por allí las visitaba en  las estaciones calientes del año.

Entre historia e historia, la pequeña amatista iba amando aquel mundo hecho de hombres, flores y animales, iluminado por un astro magnífico a quien llamaban sol, por medio del cual sus colores refulgían en un incesante cántico de adoración. Anhelaba hacer siempre la voluntad de Aquel que tantas cosas había creado y tanto amor merecía; y le rogaba:

‒¡Ah, Dios mío, que desde el Cielo miras a esta minúscula piedrecilla, haz en mí siempre lo que esté en tus eternos designios!

El Señor aceptó la oración fervorosa de la amatista… y, cierto día, las piedras fueron despertadas por ensordecedores ruidos:

‒¿Pero qué es esto? –se preguntaban afligidas mientras notaban cómo su milenaria vivienda se deshacía en una confusión de polvo, escombros y sacudidas.

Glorificando a Dios

Tan sólo una voz, muy tenue por el miedo, repetía sin parar en mitad de ese gran desorden:

‒¡Oh, Dios mío, si esta es tu voluntad, que así sea hecho!

Se trataba de nuestra pequeña amatista que a pesar de estremecerse, alarmada, seguía glorificando a Dios.

La asustada piedrecilla estaba llorando, desconociendo lo que le sucedería, cuando siente que las explosiones también le alcanzan. Y antes de que las demás piedras, aturdidas, pudieran entender lo que había ocurrido, una impetuosa corriente de agua las arrastró hasta una cavidad. En ella fueron separadas por manos extrañas y distribuidas en curiosos recipientes, para luego trasladarlas a un lugar desconocido.

Dios no se olvidaría de ella

‒¿A dónde nos llevan? ¿Qué harán con nosotros? –indagaba la pequeña amatista, sin obtener respuesta alguna de sus desdichadas compañeras.

Únicamente le causaba tranquilidad este pensamiento: la certeza de que el buen Dios no se olvidaría de ella. Y, en efecto, desde lo alto del Cielo, el Señor miraba complacido a su fiel piedrecilla.

De camino a la minería hacia donde un tren la transportaba, y la apartaba de sus amigas, que fueron depositadas en diferentes bandejas, la pequeña amatista iba observando el mundo exterior. En éste se encontraban los esplendores del Creador ‒de los que tanto le habían hablado‒, los resplandores del astro rey y el espectáculo de la naturaleza, adornada de gala en los albores de un cálido día de primavera. Se alegró al contemplar tan maña magnificencia, pues, en resumidas cuentas, pudo conocer las maravillas con las que había soñado cuando aún vivía en la negrura de la caverna:

‒En la oscuridad o en la luz, en la montaña o en las praderas, ¡solamente deseo hacer tu voluntad, Señor! ‒era la exclamación que a cada instante le brotaba del corazón.

Al fin llegaron a una imponente construcción y aquí la amatista y las otras piedras fueron lavadas, pesadas, clasificadas y colocadas con sumo cuidado en cajitas, separadas en compartimentos individuales. A continuación, las guardaron en una enorme caja fuerte, donde permanecerían largos meses…

La espera fue dolorosa. Después de haber contemplado la luz del sol y el azul del cielo, otra vez estaba encerrada en la oscuridad. Y ahora se veía sola, sin ni siquiera tener con quien charlar. Sin embargo, en la soledad de su tediosa mazmorra, la pequeña amatista rezaba así:

‒Oh, Dios mío, en la constante noche de esta prisión, en estos días tan negros en los que estoy, sólo deseo hacer lo que Tú quieras de mí. Señor, aunque desconozca mi futuro, Tú sabes lo que me espera… ¡Qué sea hecha tu voluntad!

Repitiendo en la hora de la desolación la misma oración que en tiempos más felices había rezado, la piedrecilla se volvía tan agradable al Creador que la designó para una sublime misión.

Ésta empezó a delinearse en el horizonte de nuestra piedrecilla cuando, en una fría mañana de invierno, un famoso joyero adquirió la caja de amatistas en la que ella estaba, al objeto de elaborar una alhaja muy especial. Para ello le encargó a un experto lapidario la difícil tarea de transformar aquellas bonitas piedras irregulares en delicadas cuentas de un hermoso rosario.

Por designio de Dios

Proceso doloroso. A medida que el tallado iba purificando a la pequeña amatista de sus imperfecciones, ella estaba padeciendo la más terrible de las pruebas. Indescriptibles fueron sus sufrimientos, pero los soportó con resignación y hasta con alegría, sabiendo que todo lo que le ocurría era designio de Dios. En medio de los dolores, entre gemidos y sollozos, la piedrecilla rezaba:

‒¡Señor, sólo quiero lo que Tú quieres; haz de mí lo que te plazca!

Una vez talladas, las amatistas, que en las cajitas habían estado en bruto, ¡se convirtieron en gemas refulgentes! Concluida aquella obra maestra de orfebrería por las hábiles manos del joyero, el rosario de amatistas llegó a su destino.

‒¡Es espléndido!

‒¡Realmente formidable!

‒¡Es la joya más singular que he visto!

Llenos de admiración, algunos sacerdotes miraban la cajita de terciopelo donde se encontraba el estupendo rosario de amatistas que sería regalado al Sumo Pontífice, en el que una de las piedrecillas, tal vez la más admirable y luminosa de todas, sonreía y daba gracias a Dios:

‒¡Señor, qué bueno eres conmigo! ¡No soy digna de formar parte de este rosario tan bonito!

He aquí la feliz misión de la abnegada piedrecilla: ser instrumento para honrar a la Madre del Redentor en las manos del Vicario de Cristo. Y cada vez que aquel rosario de amatistas era usado por el noble y santo varón que con él devotamente rezaba a la Reina celestial, la piedrecilla elevada al Cielo su perfecta oración:

‒¡Señor, sea hecha siempre tu santa voluntad!