Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).
En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad.
La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.
La oración en las antiguas culturas
Veamos algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.
Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las
tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado».
«Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.
En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado... Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo
severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras»
Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y
de bondad divina.
En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más». Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.
En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos».
Dios permanece un poco a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra. También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo II después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios». (...) En estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo.
La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo.
En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.”