Por ejemplo, hablamos del canon de belleza como las diferentes normas o características que una persona ha de reunir para ser considerado convencionalmente hermoso por una sociedad.
El canon de la Biblia es el catálogo o lista de los libros que la Iglesia considera inspirados por Dios. A esta conclusión se llega después de un largo proceso de estudio en el que se ha comprobado que tales libros cumplen una serie de normas o criterios que se exigen (coherencia con el resto de la Escritura, legitimado uso en el culto, presencia en las versiones primitivas de la Biblia, como la de los LXX, etc.) para determinar la veracidad de la revelación que en ellos se presenta. Por lo mismo, estos libros son conocidos como “canónicos”.
Como ya sabemos, la Biblia no sólo es el libro sagrado para los católicos y así nos encontramos con diferentes cánones. Mientras nosotros, los católicos, consideramos inspirados 73 libros, los protestantes tan sólo 66 y los judíos 39, ya que estos últimos no aceptan ninguno del Nuevo Testamento.
La labor de fijación del canon no significa inventar los libros que conforman la Biblia, sino atestiguar cuáles proceden de la revelación divina. Este deber de discernimiento que tiene la Iglesia se fundamenta es dos motivos. En primer lugar porque la Biblia es fruto de su predicación, ya que fue la comunidad de creyentes la que comenzó a poner por escrito la Palabra de Dios y, por esto, sólo le corresponde a ella la justa interpretación de lo que escribió. En segundo lugar, porque Jesús entregó a Pedro “las llaves” de su Reino (cfr. Mt 16,13-20), es decir de su Iglesia, y sólo él, unido a los apóstoles, por mandato del Señor, tiene el poder del Espíritu Santo de discernir sobre esta verdad. En la misma línea, también los sucesores de los apóstoles, es decir los obispos (siempre en comunión con el Papa -sucesor de Pedro-) son sujetos de enseñanza auténtica, ya que cuentan con la ayuda del Espíritu de Cristo para explicar y aplicar la Escritura. Así nos lo recordaba el Concilio Vaticano II al afirmar que «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (DV 10).
A la luz de lo anteriormente expuesto podemos concluir afirmando que todo libro inspirado es canónico y no al revés, es decir, la canonicidad es efecto de la inspiración. La Iglesia no causa la inspiración, sino que la reconoce al hacerlo canónico. El canon bíblico es necesario para que la fe en toda la Iglesia universal sea “una” y tenga un único criterio. El papel de la Iglesia en esta materia quedaba perfectamente definido cuando, de nuevo, el Concilio Vaticano II expresaba: «La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo y por el magisterio de sus Pastores, es la depositaria y guardiana del tesoro de la revelación y la única intérprete de la Biblia. El Papa y los demás obispos son maestros auténticos del Evangelio» (LG 25); es decir, lo explican, lo interpretan y lo aplican a la vida de los hombres con la autoridad de Cristo.