La alegría siempre estuvo presente en la casa de Enrique, por la armonía que allí reinaba. Como buen cabeza de familia, trabajaba infatigablemente para sustentarla. Aunque, a pesar de su esfuerzo, conseguía sólo lo suficiente para vivir sin mucha holgura. Sin embargo, su esposa e hijos, y él mismo, eran muy queridos en la aldea, por las manifestaciones de virtud que demostraban. La verdad es que la devoción a Jesús Sacramentado era el centro de la familia y de ahí emanaban las bendiciones para esa humilde morada.
No obstante, una profunda tristeza vino a sacudir a tan bendecida familia: una enfermedad mortal se apoderó de Enrique. Tras haber gastado todos los ahorros en medicinas y hospital, el buen hombre dejó a su esposa, Elena, y a sus tres hijos en la miseria. Con todo, antes de exhalar el último suspiro quiso darle a los suyos un consejo simple, pero precioso:
-En cualquier circunstancia de vuestra vida, no dejéis nunca de invocar a Aquel que es Todopoderoso. En la Eucaristía está el remedio para todas las aflicciones.
Tras su partida a la eternidad, ¿quién sustentaría a su familia? Los niños aún no estaban en la edad de trabajar y Elena, a causa de las atenciones a su marido, también se había quedado con la salud minada, sin condiciones para trabajar. Por eso, en poco tiempo, ya no había en casa ni siquiera un poco de harina… Estaban a un paso de la indigencia más completa.
La viuda, desamparada por tal situación, no halló otra salida sino la de mendigar por los alrededores. No le faltaron almas generosas que se enterneciesen por ellos, en vista de su dolor. Aunque lo que conseguía no era suficiente.
Un día, cuando estaba con sus hijos para rezar el Rosario como lo hacían todas las tardes, Elena no aguantó y, entre lágrimas, se desahogó con ellos transmitiéndoles sus angustias:
-Hijos míos, estamos pasando por unos momentos muy difíciles. Me perturba pensar que ni siquiera tenemos lo indispensable para sobrevivir. Vuestra madre no está en condiciones de trabajar, y mendigar no da muy buen resultado…
Mateo, el mayor, juzgándose responsable y adulto, quiso tranquilizarla:
-No te preocupes mamá, yo ya soy grande y puedo trabajar. Mañana voy a recorrer la aldea en busca de un empleo. Así podré mantener a la familia.
-Te agradezco tu buena disposición, Mateo mío -le dijo la bondadosa madre-, pero sólo tienes diez años.
Luisa, la segunda hija, intentó consolarla diciéndole:
-Mamá no te aflijas, acuérdate de lo que dijo el sacerdote el domingo: Dios es el protector de los huérfanos y de las viudas. Nunca nos va a desamparar. Si nos manda el sufrimiento es porque nos ama.
-Sí, confía en Jesús -añadió Pedro, el benjamín. Papá dijo que en la Eucaristía está el remedio para todas las aflicciones.
Reconfortada con las palabras de sus hijos, Elena se dirigió a la iglesia, de mañana temprano, para implorarle auxilio a Jesús, presente en la Sagrada Hostia. Nada más entrar en el recinto sagrado se sintió inundada por una enorme consolación, pues el Santísimo estaba expuesto, creando un ambiente acogedor, lleno de gracias y de bendiciones. Se arrodilló ante el altar y pasó largas horas exteriorizando sus penas al divino Redentor y suplicándole su misericordia.
Estaba tan absorta en sus oraciones que ni siquiera se dio cuenta de que dos hombres habían entrado en la iglesia. Eran empleados del terrateniente más rico de la comarca, los cuales, después de haber ido al banco a sacar una cantidad de dinero considerable, quisieron hacerle una visita al Santísimo Sacramento.
Nada más acabar, se retiraron y enseguida montaron en sus caballos, pues estaban atrasados en sus obligaciones. Mientras tanto la viuda también había salido y vio cómo se desprendía y se les caía de su cabalgadura una bolsa voluminosa. Pesarosa, la buena mujer la cogió ágilmente para devolvérsela, pero sin conseguirlo, debido a la rapidez con la que se habían marchado.
Elena percibió que tenía entre sus manos una gran fortuna y pensó: “¡Ah, si tuviera al menos la mitad de lo que hay aquí… todo estaría resuelto en casa… me podría curar y trabajaría para mantener a mis pequeños!”.
No dejándose seducir por las monedas que parecían palpitar en aquella bolsa, inmediatamente fue a entregársela al sacristán, explicándole lo que había sucedido, pues en la aldea era costumbre que cuando pasaba algo parecido se dejaran los objetos perdidos en el despacho parroquial. Con la conciencia tranquila, regresó a su casa en paz.
Los empleados sólo percibieron que les faltaba el dinero cuando llegaron a la hacienda. Lleno de aflicción, uno de ellos le narró a su patrón lo ocurrido, asegurándole que sin duda se había caído por el camino. El amo, muy piadoso, decidió ir a la iglesia con la intención de rezar para encontrar la bolsa perdida. Llegó poco después de que la viuda se hubiera marchado. Se acercó al Santísimo Sacramento e imploró la ayuda del Señor de los señores, pues en ese dinero estaba el salario de sus empleados y, aunque era rico, esa falta iba a desequilibrar sus negocios.
Implulsado por una gracia, se dirigió a la sacristía para preguntar si por casualidad habían visto la valiosa bolsa. El sacristán le respondió afirmativamente y le devolvió su dinero, explicándole que una pobre viuda había sido su gran bienhechora. Conmovido ante la honestidad de esa buena mujer quiso agradecérselo personalmente yendo a su casa.
Al llegar allí conoció la historia de su vida. Compadecido por su situación y emocionado por su honestidad -que ni la extrema necesidad logró echar abajo-, le dio toda la bolsa como recompensa. Elena pudo salir de la miseria, cuidar de su salud y sustentar dignamente a su familia.
De la misma manera, el buen amo premió a su siervo por haberle demostrado tanta honestidad al asumir la situación y al ser veraz en la narración de lo sucedido, sin inventarse ninguna disculpa ni falsear la verdad por la desaparición de las monedas. Por eso, lo nombró administrador de su hacienda.
Así es cómo Jesús retribuye a todos los que le buscan para adorarle y hacerle compañía en el Santísimo Sacramento.
(Tomado de la Revista “Heraldos del Evangelio”)