Francisco de Asís recorría los burgos de Umbría y de Toscana, exhortando a las poblaciones a alabar al Señor. Hablaba al sabor de las circunstancias, unas veces en las plazas públicas, otras en los caminos. Sin más preparación que la oración, dejaba que los sentimientos que colmaban su alma transbordasen.
Incluso cuando subía al púlpito en las iglesias, sus discursos eran siempre de una extrema sencillez; pero la llama divina que lo consumía, su imaginación poética, el ejemplo, en fin, de su pobreza voluntaria, conferían a su palabra un tono ora conmovedor ora gracioso. Muy diferente era la predicación de Antonio. No se limitaba a exhortar a sus oyentes: los instruía; les daba una doctrina sólida y profunda. Los Sermones que nos dejó por escrito dan fe de esto.
Antonio apoyaba sus enseñanzas en la Escritura, de la que poseía un conocimiento perfecto. Empleaba los textos sagrados en su sentido propio, pero también le agradaba exponer su sentido figurado; sacaba de ahí las comparaciones y los símbolos tan apreciados por los espíritus de la Edad Media.
Explicaba a sus oyentes los puntos capitales de la doctrina cristiana. Pero para un misionero como nuestro Santo, la exposición del dogma debía conducir a conclusiones prácticas. Se alzaba contra los vicios con una energía terrible; los atacaba con un ímpetu
decidido, en donde se adivina, sin duda, la herencia de los hidalgos guerreros, sus antepasados. Luchaba especialmente contra el orgullo, el amor a los placeres y la avaricia. Esta última, sobretodo, y a justo título, le indignaba: ¿Puede haber algo que desagrade más a Cristo? El Señor nos dio todo; se entregó por nosotros sin reservas; ¿cómo no reprobará el corazón impío, que no se conmueve con la aflicción del prójimo?
Antiguos biógrafos cuentan, a propósito de esto, un episodio que tiene apariencia de leyenda. Antonio, dicen, tuvo que dirigir la palabra durante el funeral de un usurero. Habiendo tenido conocimiento por revelación particular de la condenación eterna del infeliz, quiso que la suerte trágica de este desgraciado sirviese por lo menos a los vivos.Tras explicar con algunas palabras vehementes los peligros de la avaricia, concluyó su homilía con este texto del Evangelio: “El mal rico murió y fue sepultado en el infierno” (Lc. 16:22-28).
Como el auditorio se extrañó ante semejante audacia, añadió: “Este hombre colocó su corazón en sus tesoros. Id a su caja fuerte, abridla; descubriréis allí su corazón, castigado por la justicia de Dios”. Fueron al domicilio del muerto. La afirmación del Santo se encontró milagrosamente realizada: el corazón del difunto yacía en medio de su oro.
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En Padua San Antonio se superó a sí mismo. Su influencia transformó la ciudad, devastada por el flagelo de la usura. Aquella cuaresma de 1231 fue un triunfo para el misionero y una conquista para Dios en el reino de las almas. Fue también el canto del cisne: algunas semanas después, Antonio recibía la recompensa eterna por sus trabajos.
“Vida de San Antonio” Editado por El
Pan de los Pobres, 2005, Bilbao.)