Ha sido una noticia tan extraña como inesperada. Cabía pensar que una comunidad de monjas contemplativas fuera un remanso de paz lejos de los laberintos mundanos de la crispación y la violencia, en convivencia fraterna de varias generaciones que se ayudan y complementan, y con la gozosa alabanza de quien se centra en la oración que escucha la Palabra que no engaña, y que adora la Presencia de un Dios que no es esquivo ni traiciona. En el caso de las clarisas de Belorado parece que no ha sido así.
Hemos seguido por las notas de prensa los avatares de estas hermanas desde que el pasado 13 de mayo, fiesta de la Virgen de Fátima, comunicaron que se marchaban de la Iglesia Católica, adhiriéndose a un obispo (un falsario y que terminarán expulsando del monasterio) como única autoridad asumida por ellas, y advirtiendo que el último Papa que ellas reconocían era Pío XII (fallecido en 1958). Toda una serie de prestados postureos para desmontar cuanto la Iglesia ha escrito en los renglones de la historia los últimos 65 años.
Yo me encontraba dando una conferencia en Lisboa a los obispos europeos ese día. Nos acercamos a Fátima para concelebrar en la fiesta de la Virgen, y estando allí las monjas me enviaron un largo archivo explicando su decisión. Con perplejidad y dolor les escribí un mensaje poniéndome a su disposición para visitarlas, hablar con ellas, clarificar cosas, ayudar en lo que pudiera. Su archivo rezumaba dolor ante desencuentros varios de la abadesa con algunos obispos con ocasión de una venta de edificios que la Santa Sede no autorizó (con buen criterio, ante la sospecha fundada de trufa financiera como tantas veces ha ocurrido con tiburones aprovechados de la buena fe de almas cándidas que desconocen los trasiegos de la avaricia codiciosa más mundana). Tras los desencuentros, llegó la desconfianza resentida que empaña la mirada y tergiversa la verdad, y empuja al enrocamiento rencoroso e irracional que se aísla con la mala compañía de quien proyectaba sobre ellas sus delirios de grandeza, su trucada posición y el inconfesable interés por pingües beneficios que ellos jamás trabajaron ni sudaron.
No hubo respuesta a mi ofrecimiento varias veces expresado a estas queridas hermanas. Las conozco y aprecio desde hace muchos años. Como franciscano y teólogo, después también como obispo, he estado muchas veces en el monasterio de Belorado. Lo he visto renacer y crecer de modo admirable, viendo llegar a numerosas jóvenes que dilataban la comunidad con sus vidas sencillas, cultas, alegres, como verdaderas hijas de Santa Clara. Les he dado Ejercicios espirituales, cursos de teología, jornadas de espiritualidad, retiros. Por eso experimento la extrañeza de esta deriva, preguntándome cómo han podido llegar a tanto tan equivocadamente. Sólo encuentro una explicación en la ofuscación de la exabadesa arrastrando absurdamente a sus hermanas más jóvenes en el propio “cuasi suicidio” intelectual, espiritual y eclesial.
Las verdaderas discípulas de Santa Clara (y San Francisco) son hijas fieles de la Iglesia. Las actitudes de disenso cismático rompen esa identidad. Es verdad que hay motivos de preocupación razonable en estos momentos de confusión a tantos niveles, pero lo que se pide no es la escapada fugitiva sino la fidelidad confiada en Dios y el amor a la verdadera Iglesia. Yo les recordaba el bello comentario a los salmos que hace San Agustín: “un miembro desgajado del cuerpo conserva la forma, pero ya no tiene vida”. Es decir, un brazo arrancado del tronco tiene forma de brazo, mas es imposible que abrace con afecto, que reparta generosamente, que acaricie con ternura, que pida humildemente, que aplauda en alabanza. Conserva la forma, pero ha perdido la vida. El cuerpo es la Iglesia, los miembros somos sus hijos. Les he pedido que recapaciten, abandonando ínfulas y restañando las heridas. El arzobispo de Burgos tiene las manos tendidas para que se efectúe el regreso de esta demencial fuga, y así lo deseamos quienes queremos de veras a estas hermanas. Que Santa Clara pueda iluminarlas y la gracia de Dios les devuelva la paz y la fidelidad perdidas.
Monseñor Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo.