Según nos ha dicho Nuestro Señor Jesucristo, el Espíritu Santo mora en nosotros y está en nosotros (Jn 14,17).

¿Cuándo sucede esto? El Espíritu Santo mora en nosotros cuando nos encontramos limpios de pecado mortal (pues existe un pecado de muerte, como nos recuerda la primera carta de San Juan: 1Jn 5,16-17). Cuando nos hallamos en estado de gracia, el Espíritu Santo habita en nuestra alma. Y no sólo Él, sino que Él hace posible que habite en nuestra alma la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el mismo Espíritu Santo.

En los Hechos de los Apóstoles encontramos abundantes referencias que expresan cómo el Espíritu Santo alentaba y sostenía la vida de la primitiva Iglesia.

El Espíritu Santo acompaña, sostiene y alienta a la Iglesia en su caminar en el tiempo que va de la Ascensión de Jesucristo a los cielos hasta la Parusía, su segunda venida gloriosa al final de los tiempos

Es el Paráclito, el Abogado, el Defensor que Jesús nos ha prometido al volver Él junto al Padre.

Según profesamos al rezar el Credo, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Como sabemos, es la tercera persona de la Santísima Trinidad; es el Amor que une al Padre y al Hijo; es el Don, el regalo que ellos nos hacen, que nos dan, para que nos llene de vida y de santidad.

En sus Confesiones, San Agustín expresa el maravilloso y sublime efecto de la transformación del alma en Cristo que tiene lugar en la Sagrada Comunión eucarística, poniendo en boca de Jesús las siguientes palabras dirigidas al cristiano:

El Espíritu Santo es el fuego que enciende nuestras almas en el amor de Dios para conducirnos hasta el Cielo.

En sus Confesiones, San Agustín expresa el maravilloso y sublime efecto de la transformación del alma en Cristo que tiene lugar en la Sagrada Comunión eucarística