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¿Me creerías si te digo que soy un delfín?

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Antiguamente, cuando alguien sostenía una mentira, se le acusaba de mentiroso, y todos seguían con su vida. Si alguien decía un disparate se le llamaba “excéntrico” o “disparatado” y todos olvidaban el asunto.

«El gran avance de la destrucción cultural continuará. Todo se puede negar. Todo se convertirá en un credo. Encenderemos un fuego al testimoniar que dos más dos es igual a cuatro. Desenvainaremos las espadas para demostrar que las hojas son de color verde en verano» (G.K. Chesterton).

Hace algo más de 80 años que Chesterton escribió esta profética frase, y hoy, lo que Chesterton proponía, y que en aquel tiempo parecía una consideración alarmista, es una inquietante realidad. El relativismo y la falta de ejercicio intelectual de una gran mayoría han llevado a que cualquier proposición sea válida, sujeta a los sentimientos de la persona que lo dice (si te hace sentir bien, entonces está bien), o sujeta a la imposición de leyes inicuas dictadas por pésimos gobernantes.

A raíz de una ley promovida por el ex-presidente de los Estados Unidos Barack Obama, todas las instituciones educativas que recibían fondos federales debían tener sanitarios unisex, es decir, sin determinación de si eran para hombres o para mujeres. Esto, supuestamente, porque las personas “transgénero” podrían sentirse “injustamente discriminadas” por tener que usar un baño “contrario a su sexo percibido”.

El director del Instituto de política familiar de Washington, Joseph Backholm, hizo entonces lo que se hubiera hecho en otras épocas: probar si es posible que alguien que es hombre se identifique como mujer. Por reducción al absurdo, lleva a varios estudiantes, mediante preguntas, a hacerles afirmar cosas que son patentemente falsas. Los estudiantes tienen dificultades para decirle a un hombre blanco de 1,75 mts y 30 años de edad que él no es una mujer china de 1,95 mts y 7 años de edad.

Esto tiene dos consecuencias graves: una, la que señala el mismo Backholm, hacia el final del video: «No debería ser difícil decirle a un chico blanco de 1,75 que él no es una mujer china de 1,95, pero claramente, lo es. ¿Por qué?, ¿Qué dice eso de nuestra cultura?, ¿Y qué dice eso de nuestra capacidad para responder preguntas que en realidad son difíciles?». Una pregunta inquietante, pero una pregunta que nos debe mover a reflexionar: si se puede manipular la opinión pública para que sostenga cosas que son contrarias a la razón en este tema donde la verdad es tan evidente que hay que forzar a la razón en contra para que diga lo contrario de lo que ve, hay un peligro cierto de una manipulación de la opinión pública hacia cualquier otro derrotero. Por ejemplo: hacer creer que los que niegan la “realidad” del transgénero es porque son gente que no sabe amar y respetar a los demás, y que deberían ser perseguidos por la ley.

La segunda consecuencia grave es que hay personas que sufren esta dificultad y si quieren iniciar tratamientos para “reconciliarse” con su sexo biológico, son perseguidas por los movimientos LGTBI y por muchísimos médicos que, mientras la persona quiera “cambiar de género” (es decir, ser lo que no es) son todo dulzura y cariño, pero que cuando la persona quiere “volver a su sexo biológico” porque se dio cuenta de que “el emperador está desnudo”, comienzan a perseguir o abandonan a la persona en medio de sus tratamientos mal administrados.

Detrás del movimiento transgénero también se oculta una industria que “vende” transgénero. Vende hormonas, cirugías, tratamientos y terapias para aceptar lo que es contrario a la razón: por más que se mutile y se intente matar a la naturaleza mediante tratamientos hormonales, un hombre es un hombre y una mujer es una mujer, y cada una de sus células estará gritando “hombre” o “mujer”, más allá de lo que piense o haga esa persona con su apariencia física.