Una de las ventajas de nuestro día a día en la ciudad es que tenemos acceso a un sinfín de recursos que el campo no posee: hospitales grandes y de calidad, medios de transporte cómodos, lugares de entretenimiento y recreación… pero también implica, en muchos casos, la presencia de un tráfico cada vez más incómodo y la incorporación a nuestras vidas de un ritmo diario más frenético y estresante.

Si en el anterior artículo hice una pequeña reflexión sobre el respeto y la consideración que merecen las personas de la tercera edad, nuestros abuelos y ancianos, en un mundo cada vez más desapegado a ellos, en esta ocasión me gustaría volver la mirada sobre su polo opuesto: los niños. O mejor aún, los no nacidos.

La mayoría de nosotros puede coincidir en la afirmación de que todo, o casi todo, está escrito ya.

Supongo que está arraigada en lo más profundo de nuestra condición humana. El primer libro de la Biblia, el Génesis, tarda pocos versículos en mostrarla. Y no sólo nos habla de ella, sino que nos desvela las fatales consecuencias que se pueden derivar de ella.

Siempre que llega el mes de diciembre pienso de manera particular en las familias. Y no tanto en las estables, o sea, las que, gracias a Dios, ya están conformadas por padres, hijos, nietos, tíos y abuelos, sino en las desestructuradas: en la lista casi interminable de hombres y mujeres divorciados, en los huérfanos, en las madres solteras, en los mendigos y desadaptados sociales, en los abuelos abandonados. ¿Cómo se sienten todos ellos en unas fechas tan afectivas?

El mes de noviembre es el de la muerte. O el de los muertos, si se quiere. Para nuestra tranquilidad, y gracias a Dios, en el cristianismo hemos sabido reconocer las bondades que se pueden extraer de una realidad tan dolorosa. 

Aquella muchacha no tenía más de cinco años. Seis, a lo sumo. Yo estaba pasando cerca de ella y de un grupo de niños que se reían y jugaban mientras golpeaban un balón, cuando la chica, llamada Karla, al verme, se me acercó. Me entregó un caramelo: “Tenga, Guillermo”.