Me refiero a la envidia, ese pecado capital tan viejo y tan actual. Eva y, acto seguido Adán, se dejaron gobernar por ella cuando mordieron la manzana -o el fruto que fuera-, ya que sólo anhelaban ser como Dios. Veían sus limitaciones personales y anhelaban lo que no tenían y lo que no eran, al igual que el propio Diablo, que fue quien les sembró esa semilla venenosa en su corazón.
También aparece en muchos otros capítulos bíblicos, incluidos los más centrales del Libro Sagrado: los de la Pasión y Muerte del Señor. Porque cuando la mayoría del pueblo de Jerusalén condenó a Jesucristo a la Cruz (¡apenas unos días después de recibirle y jalearle con vítores!) lo hizo asaltada por el miedo a que alguien se hiciera pasar por quien no era (un rey) y obtuviera beneficios inmerecidos que muy pocos tenían.
Dios le hace una pregunta muy directa y contundente a Caín, después de que éste asesinara Abel: “¿Qué has hecho? La sangre tu hermano me está gritando desde el suelo” (Gn 4, 10). Aquella pregunta expresa con toda claridad cómo la envidia genera odio, mientras que el amor verdadero al prójimo se manifiesta en forma de admiración sincera.
No es un tema lejano, insisto. Las redes sociales son una forma sutil -o, a veces, burda- forma de explotar la envidia. Deslizamos el dedo por el teléfono mientras comparamos, fotografía tras fotografía, qué ha hecho tal o cual amigo: fulano ha comido un plato único y excepcional en tal o cual restaurante, mengano ha viajado a la playa más exótica que se pueda concebir, zutano ha escalado la montaña más peligrosa del mundo y perengano ha disfrutado de una fiesta que ni siquiera el mismísimo Truman Capote hubiera podido describir… y eso se convierte un terrible arma que puede hundir nuestra autoestima o sumirnos en celos continuos.
Los rumores, el chisme, la difamación y las críticas encubren más formas de envidia. Cuando emitimos comentarios sobre personas cercanas, o sobre lo que hacen, a menudo estamos cayendo en un rencor inútil y falto de humanidad. Ya la etimología de la palabra envidia (“mirar al otro maliciosamente”) nos habla del peligro que encierra hablar negativamente sobre nuestros seres cercanos o gozar con sus desgracias. No en vano San Agustín la consideraba “el pecado diabólico por excelencia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2539).
Pienso que la batalla de las comparaciones siempre las perderemos. De hecho, las perdemos desde el principio, porque siempre va a haber alguien más rico, más guapo, más inteligente, más divertido o más ingenioso que nosotros. Así que en lugar de lamentarnos o ponernos tristes al comprobar esa realidad, deberíamos hacer un esfuerzo por alegrarnos. Alegrarnos por nuestros bienes, que son muchos (y los mejores de los cuales los hemos recibido gratuita e inmerecidamente), y por los del prójimo.