El asesinato de Tómas Becket en los peldaños del altar de la Catedral de Canterbury perpetrado por cuatro caballeros a petición del rey Enrique II de Inglaterra, el 29 de diciembre de 1170, despertó una inmensa emoción. También San Estanislao de Cracovia pagó con su vida defender la independencia de la Iglesia.

La cuestión planteada desde el principio del conflicto (1075) era el averiguar quién era el verdadero jefe de la Iglesia, quién tenía derecho de ordenar a los obispos o arzobispos: ¿el papa o el rey? Mal aconsejado por los que le rodeaban, Enrique IV pensó que le sería fácil librarse de un pontífice molesto y que una nueva elección le permitiría estar de acuerdo con un partidario más complaciente. 

Había pasado la hora de la franca transgresión de las leyes de la Iglesia, de la simonía y de los escandalosos desarreglos: lucha sin tregua contra esta plaga.

Desde los tiempos apostólicos el celibato fue estimadísimo y tenido como gala y honor de la Iglesia. Se recomendaba a todos los sacerdotes, mas no se imponía.

La raíz de los desórdenes introducidos en la Iglesia había que buscarla en la investidura laica. En efecto, la primera consecuencia que de ahí se derivaba era la simonía.

Una de las figuras más nobles y valientes de esta segunda época medieval fue Gregorio VII. De él toma nombre la gran reforma eclesiástica, que, comenzada por sus antecesores con la ayuda eficaz de santos monjes y de insignes prelados, fue llevada a cabo por sus inmediatos sucesores. Por eso se habla de la “reforma gregoriana”.

Iniciamos la segunda parte de la Edad Media con la subidaal trono pontificio de Gregorio VII (1073). Ya Otón deFreissing (+1158) tenía conciencia de haber entrado en un nuevo periodo histórico, radiante y prometedor, muy distinto del “nebuloso” que acababa de pasar.