Cuando Bruno, obispo de Toul, fue promovido al trono pontificio en la dieta de Worms (1048), no quiso ejercer sus prerrogativas hasta después de haber hecho ratificar su elección por el clero de Roma. Seguro entonces de la validez de sus poderes, se entregó sin descanso a su tarea: la reforma y la represión de los abusos. Su método es sencillo: a raíz de algunas normas generales, castiga con pena ejemplar y rápida a los que faltan. Su pontificado se presenta como un largo y vigilante paseo de inspección a través de la cristiandad: la inspección de un jefe que quiere por sí mismo darse cuenta de las cosas, un juez al que nada se le puede ocultar, al cual no se osa mentir.
Había pasado la hora de la franca transgresión de las leyes de la Iglesia, de la simonía y de los escandalosos desarreglos. Castigando en presencia de todos a las personalidades que estaban en falta, León IX había puesto límite a la extensión de la plaga. Había atacado el mal en su raíz. Como un general en el curso de una batalla, él mismo se había dirigido a los lu- gares de mayor peligro; procedimiento empírico, eficaz, pero que habría exigido, por decirlo así, la presencia en todas partes del jefe.
Las circunstancias inspiraron a Gregorio VII un método diferente. Usa raras veces de las intervenciones directas y será el legislador y reformador de la Iglesia, por las leyes irrevocables y universales, por las sanciones memorables, destinadas a sobrevivir a las ocasiones que las inspiraron.
Quizá no haya habido ningún papa en la historia que haya sido más discutido y cuyas intenciones hayan sido más falseadas o calumniadas. Hildebrando no es el ruin plebeyo vindicativo y criminal cuya caricatura nos han dejado sus adversarios; no es tampoco un megalómano ávido de remachar sobre el clavo de las naciones las cadenas de una dominación teocrática.
Hildebrando es ante todo un monje, verdadero hijo de San Benito; posee en grado eminente las virtudes, las ideas y las maneras de apreciar de sus hermanos monásticos, sus amigos Didier de Monte Casino y Hugo de Cluny. Posee el celo, el culto de la castidad y el absoluto desinterés del monje; no cesará de luchar hasta que no logre volver al clero a las virtudes esenciales y dotar a la Iglesia de pureza y probidad. Impedir el desarreglo de las costumbres, abolir la simonía, es decir, la marcha del dinero en las cosas de la Iglesia, éstos serán los dos primeros puntos de su programa.
No admite que se trate de eludir sus órdenes; cualquiera que se resista será retirado, sea cual fuere el cargo que desempeñase, abad, obispo o arzobispo, y puesto que desde el punto de vista sobrenatural ningún rey podría igualar en dignidad al más modesto de los ministros sagrados, exige de los reyes la misma docilidad en lo que atañe a la puesta en práctica de las leyes religiosas y el respeto de la moral.
Gregorio va a emprender su tarea con estos poderes, análogos en el fondo a aquellos de que dispone el abad en su convento, pero en virtud de una autoridad mucho más elevada, la de San Pedro, la del
mismo Señor.
Los sínodos reunidos en Roma en 1074-1075 toman decisiones capitales: prohibición del matrimonio de los clérigos, suspensión de los sacerdotes o prelados contumaces, abolición de la investidura laica. Los legados, dotados de plenos poderes, irán al extranjero a velar por la aplicación de estas medidas; en Francia, en Autun (1077), en Poitiers (1078), en Lyón (1079), Hugo de Die procede a una depuración tan vasta, inculpando o suspendiendo en masa a obispos y arzobispos, despliega tanto ardor, que el papa debe contener su celo.
Historia Ilustrada de la Iglesia. Georges de
Pinval y Romain Pittet. EPESa, Madrid, 1956.