Bajo su presión, dos concilios ilegalmente convocados en Worms y en Plaisance (enero de 1076) le concedieron carta blanca y depusieron a Gregorio VII. Pero Enrique IV no sabía de qué temple era el pontífice al cual atacaba, y que iba a tomar este insulto no como un atentado privado a su honor, sino como una ofensa sacrílega hecha a la persona de San Pedro. Resulta bello el leer en qué términos, tomando como testigo al gran apóstol, redarguye contra un príncipe insolente la monstruosa sanción de que era objeto (14 de febrero de 1076):
“Bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles... , habría preferido acabar mi vida bajo el hábito monástico antes de tener vuestro lugar, para cuidado de la gloria... , así, creo que es por vuestra gracia, y no por mis métodos, por lo que el pueblo cristiano que se me había confiado me obedece, porque el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra me ha sido dado por Dios, por vuestra súplica, para que yo lo ejerza en vuestro lugar. Seguro de vuestra confianza, por el honor y la defensa de la Iglesia, de parte de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por vuestro poder y autoridad, prohíbo al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que por orgullo insensato se ha levantado contra vuestra Iglesia, gobernar el reino de Alemania e Italia; absuelvo a todos los cristianos del juramento que han contraído con él, prohibió que se le reconozca como rey. Es conveniente, en efecto, que quien quiso disminuir el honor de vuestra Iglesia pierda el honor que le parecía poseer; por tanto, como ha rehusado obedecer como cristiano, separándose de vuestra Iglesia e intentando dividirla, en vuestro lugar le ato con los lazos de la anatema, a fin de que todos los pueblos de la tierra sepan que sobre esta piedra el Hijo de Dios vivo ha edificado su Iglesia y que las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”
Enrique no había previsto esta resistencia. La condenación pontificia tuvo un efecto prodigioso: grandes vasallos o prelados se apartaron del príncipe excomulgado; Sajonia,
desde hacía tiempo hostil, se sublevó. En el dintel del año siguiente, Enrique, vencido, abandonado, sólo podía esperar la sentencia que sobre él iba a dictar la Dieta de Augsburgo, fijada para el 2 de febrero de 1078. Presumiendo de audacia, y en pleno invierno, en los montes de Toscana, ante el castillo de Canossa, imploró el perdón de Gregario VII: con los pies en la nieve y bajo la brisa helada, testimonia su arrepentimiento.
El papa conocía muy bien por qué motivos Enrique, entre la espada y la pared, dirigía sus protestas hacia él, pero cedió a las lágrimas de los amigos de Enrique; quiso confiar en su juventud y le perdonó.
Políticamente hablando, esta absolución concedida a un príncipe que rabiosamente había accedido a representar esta comedia dolorosa, era un error. Enrique reintegrado a su mandato, iba a empeñarse en complicaciones que un día le llevarían a luchar contra sus propios hijos. El perdón no aprovechó tampoco a Alemania, la cual, en vez de asistir a la transferencia legal de la corona sobre la cabeza de Rodolfo de Suabia, se encontró ensangrentada por la guerra. No aprovechó tampoco a la Iglesia, que fue dividida por el
cisma, ni al papa, el cual, después de nueve años de pruebas, debía morir en el destierro y en la miseria. Enrique IV, borrando la humillación de Canossa, ya había recibido su corona de emperador de las manos ilegítimas del antipapa Clemente.
Historia Ilustrada de la Iglesia. Georges de
Pinval y Romain Pittet. EPESa, Madrid, 1956.