Cada vez que escucho esa expresión, lo confieso, siento cierta rabia y difícilmente puedo contener un exabrupto que, con frecuencia, sorprende a mi interlocutor en cuestión.
Cuando gente sobradamente instruida, personas con más lustros que nosotros sobre sus espaldas, expresan esa idea de la “generación perdida”, no lo hacen por malicia. Me parece. Sólo profieren una queja; expresan una conclusión que surge al comparar los tiempos que corren ahora con los de antaño.
Que si las redes sociales están deteriorando las relaciones humanas, que si el sexo ha pasado de ser un tema tabú a erigirse en la moda de adolescentes cada vez más precoces, que si apenas existen ya valores morales entre los jóvenes, que si las drogas y el alcohol están más expandidos que nunca, que si el conformismo y la dejadez inundan los colegios e institutos del país… Según la opinión de tantos adultos, nosotros los jóvenes andamos muy desorientados. O, al menos, corremos el riesgo de ir bastante perdidos por la vida.
Por supuesto, detrás de esos pensamientos hay algo de verdad. Pero no creo que se trate de toda la verdad. Tampoco la más ajustada a la realidad ni la más esperanzadora. ¿O sea que en esta época los jóvenes ignoramos el valor del esfuerzo, del trabajo, de la integridad? Puede que sea así, aunque todavía conservamos el ejemplo de nuestros padres y abuelos –que nunca se borra del todo-. Y, sobre todo, vivimos una crisis económica, social, política y ética que, dentro de lo trágica que es, nos obliga a espabilar. A luchar por un futuro mejor.
Mayor capacidad de resistencia
Al final, a todo cerdo le llega su San Martin, como afirma el dicho popular. Tal vez ahora falten más criterios morales y el consumismo campe a sus anchas, si bien ni siquiera eso es nuevo. Y claro que el tipo de resistencia cristiana que se nos exige ahora para enfrentar el relativismo y la indiferencia moral debe ser más contundente que el de hace unos lustros, pero dudo que los dilemas y desafíos que experimentaron los cristianos en la España de hace siglos controlada por los árabes fueran menos complicados o desalentadores.
La fe, lo he repetido en varias ocasiones, nunca es fácil ni cómoda. Jamás. De ahí el mérito del Cielo, de ahí las exigencias que Jesucristo mismo subrayó y de ahí la insistencia con la que hemos de acudir a Dios, tanto en la oración como en los sacramentos.
No olvidemos, además, que “la verdad sigue siendo lo que es aunque yo lo piense al revés”, como explicó Machado. No importa si tal o cual político trata de embaucarnos con su ideología ficticia, o si un juez logra instaurar una ley inmoral. Lo que importa es que la verdad prevalecerá y que se nos juzgará por nuestros actos y por la conciencia que nos ha guiado en su ejecución. Así de simple.
¿Acaso no era más sencillo antes llevar una vida cristiana coherente aquí en España, porque la gran mayoría de la sociedad aceptaba los principios establecidos por la Iglesia? De acuerdo, pero justamente por eso Jesucristo les exigiría más. La parábola de los talentos sigue igual de vigente que siempre.