El primero será Abrahán: desde su vocación para ser el padre de un gran pueblo, llamado por Dios para tan gran misión (Gn 12,1-3), va entrando en una relación profunda con el Señor, que es normalmente quien toma la iniciativa revelándose y dándole instrucciones. Pero hay un momento precioso: la teofanía de Mambré, donde Dios se le aparece en forma de tres hombres y él habla con ellos (Gn 18,1-16). La tradición cristiana de Oriente y de Occidente ha entendido siempre este encuentro junto a la encina de Mambré como una teofanía trinitaria, una revelación de las tres divinas personas, con quienes Abrahán puede hablar con cercanía e intimidad y de un modo muy natural, atendiéndolas incluso con la mejor hospitalidad semítica.
Una hospitalidad en la cual a veces se han visto también figuras de la Eucaristía. Todo ello es lo que reflejó el monje ruso Andrei Rublev o Rubliov en el siglo XV (está canonizado como santo por la Iglesia Ortodoxa Rusa) en el famoso icono en que de forma magistral representó esta escena, recientemente devuelto al monasterio de la Laura de la Santísima Trinidad y San Sergio para el que lo pintó. A continuación del pasaje comentado, hay un ejemplo magnífico de oración de intercesión: el impresionante diálogo entre Dios y Abrahán, en el que el segundo trata de evitar la destrucción de las ciudades pecadoras de Sodoma y Gomorra (Gn 18, 16- 33), intentando conmover al máximo la entraña misericordiosa del justo Juez divino.
Moisés, modelo de contemplativo
Uno de los grandes Padres Griegos de la Iglesia, San Gregorio de Nisa (hermano de San Basilio Magno), escribió en el siglo IV una Vida de Moisés, cuya segunda parte puede ser considerada como uno de los primeros tratados de mística cristiana. Si en la primera parte hace un resumen de la vida del Patriarca conforme al relato del Pentateuco, en la segunda se centra en los aspectos más puramente espirituales con una profunda penetración teológica y presenta a Moisés como una persona de auténtico trato íntimo con Dios.
La teofanía de Dios a Moisés en la zarza ardiendo en el Sinaí, en la que le revela su vocación y misión, es de una belleza singular (Ex 3-4,17). Dios se revela a sí mismo en esta escena con su santo nombre (Yahvé), como “Yo soy el que soy” y como “el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”, autodenominación que Jesucristo recordará frente a los saduceos para demostrar que es Dios de vivos y afirmar la vida eterna y la resurrección de los muertos. “Yo soy” es lo que define el ser de Dios. Aquí comienza una relación íntima de Moisés con el Señor, siempre con sentido de reverencia y adoración, pero a la vez con una cercanía estrechísima y confiada. Cabe decir que en la zarza ardiendo que no se consume se descubre el fuego inextinguible del Amor divino y el mismo Ser eterno de Dios. Además, la Tradición de la Iglesia ha visto una figura de la virginidad perpetua de María Santísima en esta imagen.
En el capítulo 19 del Éxodo comienza una nueva teofanía en el Sinaí, en esta ocasión mucho más larga y ya en el tiempo del largo peregrinar del pueblo de Israel por el desierto, en camino hacia la Tierra prometida. Dios propone a Moisés una nueva alianza
y le dará la Ley que habrá de conservar al pueblo en santidad hasta la venida del Mesías.
Más adelante, se ve también cómo era la conversación del Patriarca con Dios: “el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo” (Ex 33,11). Cabe recordar que San Ignacio, al final de la primera semana de los ejercicios espirituales, propone hacer un coloquio orante contemplando a Cristo en la Cruz, “hablando así como un amigo habla a otro o un siervo a su señor” (EE, 53-54).
También es interesante observar que, si Moisés en un principio se cubría la cara para hablar con el Señor, aquí ya era al revés: se descubría el rostro y se lo cubría con el velo justamente después, cuando iba a transmitir a los hombres lo que Él le había dicho y revelado (Ex 34,29-35). Tal era la intimidad que había alcanzado ante Dios.