Terminadas as fiestas de la Pascua, regresaban aquel mismo día, aquel domingo de la resurrección dos habitantes a la aldea de Emaús, la actual Al-Qubeiba, a unos doce kilómetros de Jerusalén, cuando un misterioso peregrino les alcanza. Va vestido con un traje corto, de caminante, en tonos azul celeste, con esclavina marrón. Se vale de un bordón para el viaje, que apoya con delicadeza sobre su hombro derecho. Vemos la herida de los clavos en ambas manos. Y se cubre la cabeza con un amplio sombrero en el que lleva cosida una concha, en clara alusión a Compostela.
Y tocándole levemente en el hombro al que tiene más cerca, para que detenga la marcha, les interroga: “¿Qué es eso de que vais hablando? ¿Por qué estáis tristes?”
Ellos se sorprenden de que el desconocido caminante ignore todo lo sucedido en Jerusalén durante la celebración de la Pascua. “Tú eres el único forastero que no sabe lo que ha pasado”, le responden con cierto aire de desagrado que Melone plasma en su cuadro al pintarlos dándole la espalda a Jesús, sin manifestar deseo de hacer el camino juntos. El discípulo de barba gris levanta la mano en un gesto de declinación, de desinterés. El otro extiende la mano, también en señal de despido, sin quererse detener.
Pero alivian su tristeza contándole cómo Jesús había sido condenado a muerte y crucificado.
–“Nosotros creíamos –le dicen– que salvaría a Israel, pero ya han trascurrido tres días desde que ocurrieron estos hechos. Por otra parte, algunas mujeres dicen que ha resucitado”. “Cosas de mujeres”, observan despectivamente.
Una íntima tristeza y una desilusión profunda palpitaban en estas palabras…
El forastero, entonces, sin darse a conocer todavía, responde con una exclamación de reproche: “¡Oh, necios y tardos de corazón para creer lo que dijeron los profetas! Pues qué, ¿no fue menester que el Cristo padeciese estas cosas y que entrara así en su gloria?”
Y empieza a explicarles las Escrituras, partiendo de los textos de Moisés, y cita los vaticinios de Ezequiel y los versos de los salmos y las palabras de Daniel y de Isaías, y su voz se va filtrando en el alma de los discípulos como si fuera el eco de otra voz bien conocida, que en otro tiempo les llenaba de esperanza. Llegaron a las primeras casas del pueblo, y el peregrino hizo ademán de continuar su camino; pero sus oyentes, con el pesar de que se les acabase tan pronto el regalo de su palabra, le dijeron: “Quédate con nosotros, porque ya se hace tarde y el día declina.” Y tomándole de la mano le introdujeron en su casa. Prepararon la cena, y el huésped ocupó el sitio de honor. A Él le tocaba bendecir los alimentos. Tomó el pan, lo partió y lo bendijo, como en la última cena; y en este gesto, los ojos atónitos de los discípulos reconocieron a Jesús. Quisieron caer a sus pies, quisieron besar sus manos, pero Él había desaparecido. *
En esta obra plenamente renacentista el artista juega con los símbolos: concibe el camino a Emaús como una especie de Camino de Santiago, en donde Cristo viene a nuestro encuentro por sorpresa, como en la vida, en el momento que menos esperamos. En sus manos vemos la marca roja de los clavos. Aquel que nos acompaña está herido, como nosotros.
Los dos discípulos visten a la usanza del Nuevo Testamento y, sin embargo, pinta a Jesús de forma anacrónica, con los trajes renacentistas de su época, para convencernos de que la venida de Cristo y sus enseñanzas son siempre actuales y contemporáneas.
Y no sólo eso, Jesús Resucitado está siempre extendiendo su mano hacia nosotros, deseoso de tocarnos en nuestra lucha y miseria, así como toca con amor el hombro del discípulo.
Felipe Barandiarán
* “Vida de Cristo” pág 514. Fray Justo Pérez de Urbel. Ediciones Rialp, Madrid.