como hemos ido señalando en los artículos anteriores, difícilmente encuentra un lugar tan paradigmático como la Basílica Compostelana. Nos centramos en el camino que lleva al sepulcro del apóstol Santiago en los aspectos bíblicos, históricos y pastorales. Lo hacemos así por la certeza que nos da el poder ofrecer el contexto adecuado para comprender la peregrinación en el siglo XXI.
Siguiendo el hilo de la tradición bíblica, Abel se nos presenta como el modelo de “ciudadano peregrinante”, “peregrino en el siglo y perteneciente a la ciudad de Dios, predestinado y elegido por gracia; por gracia peregrino aquí abajo, por gracia ciudadano allá arriba”, como dice san Agustín. Sin embargo el más conocido como imagen paradigmática del peregrino y de la peregrinación es Abrahán. Es el que sale de su tierra y deja su parentela para ir lejos, es decir, más allá de lo inmediato, de lo que uno conoce o posee, el que se pone en camino para saber de abandono y desprendimiento; el que se dirige a una tierra donde encontrará lo prometido; el que confía que en el camino no quedará abandonado, a pesar de sentirse extenuado y cansado; el que va oyendo a su Dios y de Él siempre aprendiendo. El relato de Génesis: “Sal de tu tierra, de tu pueblo y de la casa de tu padre; emigra al país que te indicaré y fija allí tu morada” (Gen 12,1) es fundante, en la tematización de la figura del peregrino.
Acoger al peregrino es acoger a Dios
Resulta hermoso hacer una lectura del conocido icono de la Trinidad de Rubljev a la luz del concepto peregrino y peregrinación. En el siglo XV Andrei Rubljev clarificará esta concepción en su maravilloso icono, pintado para el monasterio de Zagorst. El artista elige para ello un símbolo: el contenido en el relato del episodio del encinar de Mambré (Gn 18,1-33) o la visita de los tres viajeros misteriosos que Abrahán acoge, ciertamente como extranjeros pero con el espíritu bíblico de considerarlos hermanos. Con ello se quiere decir que el verdadero Dios trinitario está presente en el forastero o en el otro peregrino, que nos pide acogida y hospitalidad, y también que el Dios trinitario tiene su esencia así como su fuente en el espíritu amoroso de compartir durante la peregrinación terrena hasta llegar a la comunión o comunidad plena en el cielo.
Acoger al extranjero, acoger al peregrino es acoger a Dios, al Hijo de Dios. Este pasaje será para siempre el paradigma de lo que debe ser la peregrinación humana y símbolo de lo que anuncia todo caminar cristiano al encuentro con Dios en Cristo.
La ruptura cultural con la cual se inicia la vocación de Abraham, “Padre de los creyentes”, traduce lo que acontece en lo profundo del corazón de cada persona cuando Dios irrumpe en su existencia para revelarse y suscitar el compromiso de todo su ser. Abraham es arrancado de raíz de su humus cultural y espiritual para ser trasplantado por Dios, mediante la fe, a la tierra nueva. Más aún, esta ruptura subraya la fundamental diferencia de naturaleza entre la fe y la cultura. Contrariamente a los ídolos, que son producto de una cultura, el Dios de Abraham es el totalmente otro. Mediante la revelación entra en la vida de Abraham. El tiempo cíclico de las religiones antiguas ha caducado: con Abraham y el pueblo judío comienza un nuevo tiempo que se convierte en la historia de los hombres en camino hacia Dios. No es un pueblo que se fabrica un dios; es Dios que da nacimiento a su Pueblo como Pueblo de su propiedad. Es a partir de aquí como podemos comprender que la peregrinación es un signo natural de la condición humana, y que puede recibir una especificidad concreta desde la fe. Somos caminantes y nuestra vida es una peregrinación espiritual y a veces también material e histórica.
El peregrino tiene una meta
Desde Abrahán hasta nosotros, el peregrino no es un hombre perdido e indolente, tiene una meta y, desde su libertad, su objetivo último que sabe puede plenificar su existencia.
El peregrino está en comunión de fe y caridad no sólo con los compañeros y con “el Señor Santiago, que le acompañan, sino con el mismo Jesús, como en el camino de Emaús (cf. Lc 24,13-35), con su comunidad de origen, con la iglesia que habita en el cielo y peregrina en la tierra, con los peregrinos de todos los tiempos, con la naturaleza y con toda la humanidad. La comunión universal de todos los cristianos se funda en la misma fe, vivida como encuentro radical con Cristo, y en la misma experiencia del Espíritu, en libertad y amor, que une a todos los cristianos (cf. Gal 3,1-5). “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: este es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que hemos comenzado, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del Mundo”.
Antes de terminar quiero referirme a unas palabras de San Benito: “quien avanza en la vida monástica y en la fe, se le dilata el corazón y camina con alegría de inefable amor”. Tal es la experiencia de cada peregrino, que encuentra sentido a su existencia en la Eucaristía, presencia perenne del Señor Resucitado hasta el fin de los tiempos. Y reta para un camino de vuelta a sus hermanos los hombres. He ahí el reto del verdadero peregrino al servicio de la evangelización de sus hermanos, los hombres y mujeres de hoy. “La seguridad que necesitamos, como presupuesto de nuestra libertad y dignidad, no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre: allí donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de destrucción” (J. Ratzinger).