Los dolores nos suscitan interrogantes y nos dejan inquietos, más todavía el dolor y sufrimiento de los inocentes, personalizados en los niños, a Dios Padre también se le rompió el corazón viendo a su Hijo en la Cruz. Bien podemos decirle: Señor, en tu Hijo encontramos sentido a nuestra vida. Santa Teresita del Niño Jesús, le decía: “Señor, no te entiendo nada; pero te creo todo, porque me fío de ti.” Así que, quienes sobre el dolor
no tienen más que decir que hay que combatirlo nos engañan. Ciertamente hay quehacer todo lo posible para aliviar el dolor y limitar el sufrimiento. Pero no existe una vida humana sin dolor, y quien no es capaz de aceptar el dolor se priva de las purificaciones que son las únicas que nos hacen maduros. El sacrificio y el dolor tienen un valor supremo desde que Jesucristo los utilizó para salvarnos.
Aceptar el dolor porque cuando uno ha sufrido mucho tiempo con sabiduría y resignación llega a sorprenderse al observar cómo va desapareciendo su antiguo egoísmo.
El dolor desgasta el yo. Así que es positivo llevar dignamente lo que la vida nos impone. Dijo San Agustín: “Quien no ha tenido tribulaciones que soportar, es que no ha comenzado a ser cristiano de verdad.”
Es cierto que cuando llega el dolor, o la adversidad nos envuelve, el alma entorna la puerta y se retira a sus aposentos interiores. Se aleja de la euforia y del ruido, de la camaradería parlanchina, del brillo de las copas llenas, todo entonces pierde su atractivo. El dolor saca alumnos muy aventajados porque el espíritu herido mide los cortos límites de la vida y del placer. Es cierto que el dolor. Las heridas escuecen, las lágrimas tienen sabor amargo; es que Dios no asegura la salud, la riqueza, el bienestar siempre, pero a través del dolor, va purificando el alma, puliendo como perlas preciosas para lucirnos en el Paraíso celestial.