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Con el corazón abierto

Escritor

Acabo de revisar por segunda vez un artículo muy interesante de la doctora Rosalía Baena titulado “El infinito en un libro” (2021) en donde expone, tras muchas consideraciones académicas, ciertos  desafíos que, a su modo de ver, deberíamos tener en cuenta jóvenes y adultos en los tiempos que corren.

Uno de estos riesgos es la falta de lectura. Parece obvio, pero en una era saturada de pantallas y distracciones constantes, dedicar tiempo a leer se está convirtiendo en una práctica en vía de extinción. Otro peligro es la presión por convertir la lectura en una obligación académica, un ejercicio más mecánico que reflexivo. Al hacerlo, olvidamos el poder de las palabras para tocar fibras profundas de nuestra humanidad.

Pero también está el riesgo de la transformación. Leer bien no es solo decodificar palabras; es un acto valiente que implica abrirnos emocional y éticamente a nuevas perspectivas. Esto puede incomodarnos o desafiarnos, y precisamente ahí radica su belleza. Por ejemplo, una novela que explore el dolor o la injusticia puede ser una experiencia desgarradora, pero también una invitación a la empatía.

Como cristianos, el acto de leer también nos confronta con nuestra fe. La Sagrada Escritura, por ejemplo, está llena de relatos que incomodan o desafían nuestra manera de pensar. Sin embargo, son también una guía para crecer en amor, justicia y esperanza. Leer nos invita a discernir, a orar y a buscar a Dios en medio de las palabras. ¿No es acaso la Biblia un ejemplo perfecto de cómo la lectura transforma no solo nuestra mente, sino también nuestro espíritu?

Hay muchos santos en la historia que han insistido en la necesidad de profundizar en el hábito lector, y particularmente frente a los textos sagrados. San Jerónimo, el gran traductor de la Biblia, dio una clave valiosa en su comentario al libro de Isaías cuando afirmó que “desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo”. Quizá esta sea la mayor invitación a sumergirnos en las palabras divinas, dejando que transformen nuestra vida y nos lleven a un encuentro más íntimo con Él. Santo Tomás de Aquino, por su parte, anotó también en su Suma Teológica que “el estudio es, en cierto modo, el alma de la vida espiritual”, proponiéndonos así que consideremos la lectura como un medio para profundizar en nuestra fe y crecer en el conocimiento de Dios.

Que nunca dejemos de leer con el alma abierta y con la esperanza de encontrar a Dios en cada página. Parece que leer no solo nos cambia; nos obliga a actuar, a cuestionarnos, a decidir quiénes queremos ser en el plan de Dios. Es un viaje riesgoso, sí, pero también indispensable. En un mundo que parece preferir lo superficial, quizá sea precisamente este tipo de lectura profunda lo que más necesitamos para acercarnos a

nuestro Creador y fortalecer nuestra fe.