Pues no, ninguna de esas. En promedio, el ciudadano de Occidente interactúa con el teléfono móvil un total de 76 a lo largo del día. Esto, en tiempo, equivale a unas 2 horas y 46 minutos. Y supone, además, alrededor de 2617 toques de la pantalla con el dedo. O sea, una barbaridad.
Por supuesto, este valor resulta más llamativo si pensamos que, como todo promedio, hay personas que lo exceden, pues existen otras que no llegan a tanto. Al final, estamos hablando de tres horas de nuestra jornada empleadas en un dispositivo pegado a nuestro bolsillo. Si consideramos que dormimos 8 horas diarias, esas 3 horas representan más de un 15% de nuestro quehacer diario. Casi nada.
De todas formas, desde mi punto de vista, lo potencialmente perjudicial del móvil no es tanto el que le dediquemos mucho o poco tiempo, como el tiempo y los recursos que nos supone. En otras palabras, lo que nos quita. Porque esas tres horas de teléfono móvil, que es un invento muy reciente, hasta hace poco las hubiéramos dedicado a leer, a conversar, a rezar, a dormir, a contemplar. De manera que puede atentar contra nuestra capacidad de introspección, de paciencia y de sosiego. Eso es lo grave: en un mundo de más y más conexiones, de nuevas maneras de mostrarnos a nosotros mismos, las nuevas tecnologías, y particularmente el teléfono celular, nos enajenan. Dejamos de nutrir nuestro mundo interior con pensamientos y pasamos, a menudo, a enfocar la mirada hacia fuera y hacia los demás: la foto de Instagram, la noticia o el aforismo de Twitter, el álbum de Facebook, el vídeo efímero de Snapchat.
Todo esto lo sabemos en teoría, o sospechamos que es así, pero nos cuesta obligarnos a cambiarlo. Whatsapp y el resto de redes sociales son herramientas muy atractivas, muy cómodas, y que no encierran nada de malo, siempre y cuando los empleemos con moderación, aunque esa palabra, “moderación”, resulte tramposa: ¿qué uso del teléfono es “moderado”? ¿Media hora al día? ¿Depende tal vez de la responsabilidad (trabajo, edad) de la persona? ¿No seremos un bicho raro si dejamos de utilizarlo, o si no respondemos en menos de un par de horas? Y es entonces cuando jugamos con la ambigüedad de un contexto social verdaderamente opresivo.
El teléfono, qué duda cabe, enriquece la comunicación, aunque también puede inhibir nuestra disposición a la reflexión y, en definitiva, a la oración, para la cual Jesús nos instó a entrar en nuestro aposento, cerrar la puerta y orar a Dios en secreto (cfr. Mt 6, 6). Orar, como todo auténtico diálogo, tiene dos únicos protagonistas, Dios Padre y uno mismo, sin intermediarios ni distracciones. Sobre esto último, y sobre el descanso como tal, quizá podamos pensar más adelante.