Detengámonos un momento en esta escena y preguntémonos: ¿En qué consiste esta belleza? ¿Qué ven los discípulos? ¿Un efecto especial? No, no es eso. Ven la luz de la santidad de Dios resplandecer en el rostro y en los vestidosde Jesús, imagen perfecta del
Padre. Se revela la majestad de Dios, la belleza de Dios. Pero Dios es Amor, y, por lo tanto, los discípulos han visto con sus ojos la belleza y el esplendor del Amor divino encarnado en Cristo. ¡Tuvieron un anticipo del paraíso! ¡Qué sorpresa para los discípulos! ¡Habían tenido ante sus ojos durante tanto tiempo el rostro del Amor y no se habían dado cuenta de lo hermoso que era! Solo ahora se dan cuenta y con tanta alegría, con inmensa
alegría.
Jesús, en realidad, con esta experiencia los está formando, los está preparando para un paso todavía más importante. Poco después, en efecto, deberán saber reconocer en Él la misma belleza, cuando suba a la cruz y su rostro sea desfigurado. A Pedro le cuesta entender: quisiera detener el tiempo, poner la escena en “pausa”, estar allí y alargar esta experiencia maravillosa; pero Jesús no lo permite.
Su luz, de hecho, no se puede reducir a un “momento mágico”. Así se convertiría en algo falso, artificial, que se disuelve en la niebla de los sentimientos pasajeros. Al contrario, Cristo es la luz que orienta el camino, como la columna de fuego para el pueblo en el desierto (cf. Ex 13,21). La belleza de Jesús no aparta a los discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de
Cristo no es alienante, te lleva siempre adelante, no hace que te escondas: ¡sigue adelante!
Rostros luminosos en nuestro camino
Hermanos, hermanas, este Evangelio traza también para nosotros un camino: nos enseña lo importante que es estar con Jesús, incluso cuando no es fácil entender todo lo que dice y lo que hace por nosotros. De hecho, es estando con él como aprendemos a reconocer en su rostro la belleza luminosa del amor que se entrega, incluso cuando lleva las marcas de
la cruz. Y es en su escuela donde aprendemos a captar la misma belleza en los rostros de las personas que cada día caminan junto a nosotros: los familiares, los amigos, los colegas, quienes en diversos modos cuidan de nosotros.
¡Cuántos rostros luminosos, cuántas sonrisas, cuántas arrugas, cuántas lágrimas y cicatrices hablan de amor en torno a nosotros! Aprendamos a reconocerlos y a llenarnos el corazón con ellos. Y después pongámonos en marcha, para llevar también a los demás la luz que hemos recibido, con las obras concretas del amor (cf. 1 Jn 3,18), sumergiéndonos con más generosidad en las tareas cotidianas, amando, sirviendo y perdonando con más entusiasmo y disponibilidad.
La contemplación de las maravillas de Dios, la contemplación del rostro de Dios, de la cara del Señor, nos debe empujar al servicio a los demás.
Reconocer la luz
Podemos preguntarnos: ¿Sabemos reconocer la luz del amor de Dios en nuestra vida? ¿La reconocemos con alegría y gratitud en los rostros de las personas que nos quieren? ¿Buscamos en torno a nosotros las señales de esta luz, que nos llena el corazón y lo abre
al amor y al servicio? (...)
Que María, que ha custodiado en el corazón la luz de su Hijo, también en la oscuridad del Calvario, nos acompañe siempre en el camino del amor.
(Plaza de San Pedro de Roma,
Domingo, 5 de marzo de 2023)