La razón esgrimida para justificar su encono fue el pecado cometido por, su pariente, el monarca[1]. Aparentemente, todos los miembros de la familia “hicieron el mal a los ojos del Señor”.
Jeú dejará en su camino multitud de muertos, entre ellos, además de los numerosos miembros de la familia de Ajab, todos los adoradores de Baal. Tras acabar con ellos, destruye su templo y lo convierte en una cloaca. Parece que ninguno de los bandos intentó convencer a su oponente, haciéndole salir de su error, simplemente, le pasó a cuchillo. De la lectura del libro de los Reyes deducimos que la única solución posible era hacer desaparecer del mundo de los vivos a los descendientes de quienes habían hecho el mal. El primero fue Joram, hijo de Josafat y casado con una hija de Ajad. A él, le siguieron multitud de allegados.
¿Es, el ser humano violento por su propia naturaleza? De la lectura de algunas de las narraciones recogidas en el Antiguo Testamento podríamos extraer dicha conclusión. Contrariamente a lo que sucede en algunos capítulos del Antiguo Testamento, Jesús, actúa de manera manifiestamente diferente. Para Él, el cristianismo es una religión de amor. La violencia debe ser respondida con la pasividad, la única arma que utiliza en su vida mortal es la palabra y la ternura.
“Pero os digo a vosotros que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen; bendecid a los que os maldicen, rogad por los que os calumnian. Al que te hiere en la mejilla, preséntale también la otra; al que te quita tu manto, no le impidas tomar también la túnica. Da todo al que te pida; y a quien te quita lo tuyo, no se lo reclames. Y como queréis que os traten los hombres, tratadlos a ellos de igual manera…”[2]
Cuando en 1980 nos enteramos de que había finalizado la Guerra Fría, una extraña sensación de tranquilidad invadió nuestros corazones. Pensábamos que el mundo entraba en una larga fase de paz y tranquilidad. A nuestro alrededor se palpaba una nueva sensación de seguridad y certidumbre. Estábamos adentrándonos en el mundo más ético y pacífico que la Humanidad había conocido.
Actualmente, trascurridos casi veinte años del siglo XXI, nos vemos en la obligación de replantear nuestros apresurados vaticinios. El término de la guerra Fría no representó, en sí mismo, el final de nada. Crisis económicas, contiendas permanentes, disputa por los territorios polares, hambre en África y lo que es más llamativo, hambre en Europa. Hemos inventado una nueva categoría de humanos, los que están atenazados por la miseria a pesar de tener trabajo.
El paro se ha convertido en el inseparable compañero de una sociedad que parece reproducir los defectos de todas las que nos precedieron. Como si un insondable abismo se hubiera abierto sobre nosotros y nuestro futuro, los peores presagios parecen haberse concitado para detener los progresos que creíamos próximos. Nuestras certidumbres han desaparecido y nuevos problemas parecen acechar a los seres humanos.
La realidad ha ido mucho más de prisa de lo que nadie era capaz de aventurar. Los tiempos líquidos nos invaden y con ellos, la imposibilidad de prever nuestro futuro. La violencia, física o de palabra, invade nuestra convivencia poniendo en peligro nuestro estilo de vida. El riesgo nos acompaña sin que podamos medir su importancia. Cuanto nos rodea resulta sorprendentemente descorazonador.
La posmodernidad ha decidido expulsar la moral de nuestro entorno. Como Singer[3] afirma, se la considera demasiado simple para afrontar nuestros actuales problemas. Ante la afirmación de la existencia de una ética subjetiva, nuestra Sociedad precisa de principios generales aceptados por todos como favorecedores de nuestra felicidad. Al fin y a la postre, el objetivo de cualquier sociedad es lograr la mayor felicidad posible para sus conciudadanos.
Recuperar las palabras de Jesús ayudaría en el camino de la búsqueda de una moral universal.
Es frecuente que recibamos tal cúmulo de información que seamos incapaces de procesarla. De esta información, lo primero que nos vemos obligados a hacer es un expurgo previo de su calidad. La mentira, la inconsistencia de los datos, la falsificación de los conceptos, desborda, frecuentemente, nuestra capacidad analítica. Mentir es malo, matar debe estar prohibido, robar debe ser una práctica desterrada. Puede que tales aseveraciones nos parezcan primarias pero su validez se ha demostrado eficaz para guiar nuestro comportamiento.
Regresemos a la palabra de Jesús. A los Evangelios. Resulta bastante común escuchar descalificaciones a las personas por su origen, el color de su piel o el lugar del que proceden. Pero, como hemos visto al inicio del artículo, Jesús fue más allá cuando nos dijo que “debíamos hacer el bien a quienes nos aborrecen, ayudar a quien nos lo solicita y “tratar a las personas como nos gustaría que ellas nos trataran”.
Como nos recuerda el Eclesiastés[4]:” Lo que fue, eso será: lo que ya se hizo, eso es lo que se hará: nada nuevo bajo el sol”.
[1] Reyes 2. 9 y 10
[2] Evangelio de San Lucas 6, 27-32.
[3] Peter Singer. “Ética práctica”.
[4] Eclesiastés, 1,9