En los tiempos medievales florecían las catedrales y los pueblos caminaban a la luz del Evangelio. Al sur de Francia vivían los Clochers, una familia agraciada con bastantes dotes artísticos. Se dedicaban a la compleja tarea de fundir campanas. Conocían los metales en sus aspectos más concretos y sabían la aleación, el grosor, el peso y las dimensiones de los bordes o del badajo de cada una, para que tuviera el tono deseado y tocase la nota que le correspondía. No sólo hacían campanas para las iglesias con un único campanario, también eran especialistas en carrillones.
Los Clochers alardeaban de ser descendientes del patriarca que, siglos atrás, había servido a Carlomagno, el ilustre emperador del Sacro Imperio, motivo por el cual la fama de su linaje se había extendido por Europa.
Louis Clocher pertenecía a la duodécima generación y había heredado no sólo el talento y la virtud de sus antepasados, sino también el tradicional taller. Tenía tres hijos, a los que había educado eximiamente. Pierre, el benjamín, que había nacido ya en la vejez y era su preferido; Jacques, el mediano, era muy recto, pero un poco torpe con lo de las campanas… Ambos eran piadosos como su padre y se dedicaban a las tareas agrícolas. François, el mayor, poseía todo el arte de sus abuelos y desde su infancia, demostrando mucha aptitud para tal oficio, ayudaba a su padre. Sin embargo, no tenía las cualidades sobrenaturales de éste, porque no le gustaba rezar ni ir a Misa…
Su muerte se acercaba
Con la salud debilitada y presintiendo que su muerte se acercaba, el viejo Clocher pidió un sacerdote para que le administrara los santos óleos. Fortalecido con tal consuelo espiritual llamó a sus hijos junto a él para darles sus últimas recomendaciones.
- Pierre y Jacques, queridos hijos, sed en todo fieles a Dios y observantes de sus Mandamientos. Por muy arduo que os lo parezca, ¡nunca os apartéis del camino de la virtud! ¡Ánimo! Os dejo en herencia nuestros rebaños y campos. Administrad honestamente vuestros propios bienes y vigilad, estad atentos, porque tendréis que rendir cuentas de todo al Juez eterno.
Después de darles la bendición paterna, Louis miró fijamente a su primogénito y le dijo:
- François, hijo mío, a ti confío el más precioso legado que hemos recibido de nuestros antepasados: la religión católica. Te pido que de hoy en adelante seas más devoto de la Virgen y asiduo de los sacramentos. Debes continuar nuestra tradición, nacida de la fe de nuestros ancestros, y por eso para ti serán el taller y los útiles que durante tantas generaciones vienen siendo usados en la fabricación de las campanas y carrillones Clochers. Con todo, no te dejes arrastrar nunca por la ambición. Sé recto e íntegro en tus empresas y no deshonres nuestro nombre. Sobre todo, no ofendas a Dios.
Unos días más tarde Louis entregó santamente su alma a Dios. El carrillón de la catedral daba el toque de difuntos y su funeral fue muy concurrido, ya que todos quisieron homenajear a tan ejemplar artesano.
Los años pasaron. Jacques y Pierre, además de cuidar de lo que les había correspondido, se hicieron comerciantes de telas y lana, sin desviarse del cumplimiento de lo prescrito por su padre. François, por su parte, se dedicó con éxito al oficio familiar. No obstante, en lo hondo de su alma había entrado la codicia… Despreció las advertencias de su padre y no era honesto en sus negocios, jamás rezaba y sólo visitaba las iglesias para hacer propaganda de su trabajo, llevando una vida alejada de la gracia de Dios.
La campana estaba agrietada
Cierto día, un sacristán estaba limpiando la torre de la catedral y se dio cuenta de que la campana mayor –el bourdon– estaba agrietada. Celosamente se lo comunicó al obispo y la noticia se difundió por la ciudad.
François, muy astutamente, se presentó enseguida al sacristán ofreciéndose para fundir una nueva Campana, pues ya había pensado en un método poco honesto para conseguir mucho lucro con ese trabajo… El sacristán no percibió su mala intención y lo condujo hasta el prelado. Entonces el avaricioso François le aseguró:
- Su Excelencia, yo fabricaré la nueva Campana. Sólo necesito unas cuantas toneladas de bronce… y también de plata… Le prometo que haré un bourdon muy superior al que ahora está en la catedral.
El obispo no era persona de escatimar esfuerzos a la hora de abrillantar la liturgia y dar mayor esplendor a la casa de Dios. Sin la mínima desconfianza ordenó que le facilitaran a François la donación de metales que la diócesis había recibido de unos nobles de la región.
Cuando François obtuvo tan excelente materia prima, consumó su funesto plan: lo escondió todo en su almacén y, en poco tiempo, fabricó una vulgar campana con las aleaciones metálicas más ordinarias que tenía. Combinando arte y astucia, la pulió tan bien que parecía de primera calidad.
Antes de que llegara a cumplirse un mes del encargo, ya estaba allí François para entregarla. El obispo se quedó sorprendido y contento con tamaña rapidez, y a continuación fijó una fecha para la bendición de la campana:
Gran ocasión para bendecir la campana
- Mi buen campanero, el próximo 22 de Julio celebraremos Santa María Magdalena, nuestra patrona. Será una ocasión excelente para que bendigamos la campana.
François se volvió a su casa soñando con el lucro que sacaría de la voluminosa cantidad de plata y bronce que le había robado a la diócesis…
El día señalado, el pueblo se reunió para la fiesta y la inauguración del bourdon. Allí se encontraba François aguardando honores y elogios. Tras la bendición, elevaron la campana hasta lo alto de la torre principal y todos esperaban su primer toque. Cuál no fue el asombro general cuando, en el momento preciso, la campana no emitió ni siquiera un ruido…
- ¿Qué ha pasado? – se preguntaban.
Sin entenderlo, los sacristanes se turnaban con el badajo para tratar de sacarle algún sonido, pero era en vano.
La Campana tenía que tocar
- ¿Cómo puede ser que una campana no suene? –exclamaba atónito el obispo.
Las miradas de los presentes se clavaron en François que, asustado, se justificaba diciendo:
- Sin duda que es culpa de los que la han puesto.
Inseguro y presintiendo que algo insólito estaba sucediendo, se inventó otras muchas mentiras, porque la campana era inferior a la encargada… aún así, ¡tendría que tocar!
- No entendéis nada. Os voy a demostrar la belleza de mi campana.
La muchedumbre le dejó paso. François subió a la torre y cogió la cuerda. Tan pronto como se movió el badajo la enorme campana se desprendió y cayó exactamente sobre él, quitándole la vida.
¿Coincidencia o castigo?
Toda la ciudad que había asistido a la escena desde la plaza de la catedral se quedó impresionada y temió a Dios en sus misteriosos y justos juicios. Cuando se hizo inventario de los bienes del campanero encontraron en su almacén los metales que había robado. Así quedó comprobado que había mentido e intentado engañar no sólo a los hombres, sino a Dios.