Se oculta a las miradas curiosas de los hombres sabios y se manifiesta en la mente y el corazón de los sencillos.
Él nos dijo en el Evangelio: “Buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; pedid y recibiréis”. Y esta promesa se cumple a diario, del modo más natural y sorpresivo. Naturalmente, para hallarlo, se necesitan ojos de fe y corazón de niño.
¿Quién podía imaginar, ¡oh sorpresa!, que bajo las especies de un poco de pan y un poco de vino, consagrados por el ministro ordenado, iba a estar el cuerpo, sangre, alma y divinidad de todo un Dios, que se hace comida y bebida para alimentar a sus hijos, peregrinos en la tierra y para darnos fuerza y esperanza para la patria del cielo?
En la penumbra de las Iglesias semivacías y en el silencio de los templos, alumbrado sólo por la tenue luz del sagrario, está día y noche, esperando con amor infinito a los hijos de los hombres, nada más y nada menos que el mismo Dios, en persona.
Sí, “¡Dios está aquí, venid adoradores, adoremos a Cristo redentor!”. El Dios que no cabe en el universo, se halla presente en el sagrario; el Dios que tanto amó a los hombres, se hace pan y vino; el Dios Amor se hace próximo y cercano en la hostia consagrada. ¿Cabe mayor sorpresa? ¡Señor yo creo, pero aumenta mi fe!