«Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos».
Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien, en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo.
Él es «la piedra que desecharon los constructores», porque lo consideraron enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero Él mismo, rechazado y crucificado, resucitó, convirtiéndose en la «piedra angular» en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de toda existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los que un hombre confió su viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras que la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que él nos da para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que «Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores».
Aceptar el Plan Dios
Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre a menudo se orienta a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo Unigénito. En efecto, cuando «les mandó a su hijo - escribe el evangelista Mateo - … [los labradores] agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron». Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también el justo castigo para los malvados.
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en Él, como el sarmiento, que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en Él, por Él y con Él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el siervo de Dios Pablo VI: «El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su relación vital con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada».
El Ángel de la Guarda
Queridos amigos, el Señor está siempre cercano y actúa en la historia de la humanidad, y nos acompaña también con la singular presencia de sus ángeles, que hoy[1] la Iglesia venera como «custodios», es decir, ministros de la divina solicitud por cada hombre. Desde el inicio hasta la hora de la muerte, la vida humana está rodeada de su incesante protección. Y los ángeles forman una corona en torno a la augusta Reina de las Victorias, la santísima Virgen María del Rosario, que en el primer domingo de Octubre, precisamente a esta hora, desde el santuario de Pompeya y desde el mundo entero, acoge la súplica ferviente para que sea derrotado el mal y se revele, en plenitud, la bondad de Dios.
(Ángelus, Domingo 2 -10- 2011)