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Ébola

Sin que nos apercibamos de ello, un día como otro cualquiera, la comunicación, como un mazazo, nos ha conmovido. Como un fantasma, ha penetrado en nuestras casas. La alarma ha saltado a los informativos: el Ébola, está entre nosotros. Llegó de la mano de dos personas que habían sido infectadas, cuando luchaban por erradicarlo.

A mí, personalmente, hubo una parte de la noticia que me llamó la atención. En principio, se solicitaba que se trasladara a Madrid, a tres personas. Dos médicos españoles y una enfermera, que les ayudaba en el pequeño hospital en el que trabajaban. Los médicos venían, a la enfermera se le negaba esa posibilidad, lo que era tanto como condenarla a muerte.

Más tarde, me enteré que existía un Convenio, firmado por España, que otorgaba, a los ciudadanos españoles, el derecho a solicitar, en un caso, como el comentado, su repatriación. El Gobierno se había limitado a cumplir con una obligación legal.

Intenté seguir la trayectoria de la enfermera a la que se había negado la posibilidad de ser tratada con modernas técnicas científicas. Era una monja ecuatoguineana, Sor Paciencia Melgar, hermana de las Misioneras de la Inmaculada Concepción y enfermera del hospital St. Joseph de Monrovia.

Enferma y sola, se retiró a un lugar en el que se reunían los enfermos terminales, una especie de refugio para moribundos. Si alguien ha tenido la posibilidad de ver fotografías de uno de estos lugares, no dudo de que, al leer estas líneas, habrá comenzado a espantarse.

Los designios de Dios

No se sabe si fueron los inescrutables designios del Señor o si la paz de su alma logró el equilibrio de su cuerpo. El caso es que, contra todo pronóstico, sobrevivió a la enfermedad y se curó. Nadie es capaz de encontrar argumentos que justifiquen la curación. Tal vez fuera una de esas extrañas cosas que suceden a nuestro alrededor y no somos capaces de explicar desde nuestra lógica humana, pero el hecho cierto es que estaba curada.

Entre tanto, España bullía de inquietud y de críticas. Los ciudadanos, nerviosos, hablaban de la grave situación, que se había generado, achacándola a múltiples razones. Nuestra Sociedad no dejaba títere con cabeza, asistíamos a injustificables declaraciones de algunos personajes públicos, el pánico comenzaba a cundir. En ese momento, alguien se acordó de Sor Paciencia. Si se había curado era porque su organismo había generado potentes anticuerpos, que habían sido capaces de derrotar a la enfermedad. Era preciso pedirle que permitiera que su sangre se utilizara en el tratamiento de la Auxiliar de Enfermería española, que se había contagiado con el virus.

La monja no dudó un segundo. A quienes la habían negado la ayuda, que le permitía asirse a la vida, les ofreció, generosamente, su colaboración y su sangre.

El destino es terco y se empeña en ponernos en nuestro lugar. Los anticuerpos de Sor Paciencia no lograron su objetivo y hubo de cambiarse el tratamiento a la paciente. El resultado no enturbiaba la grandeza del gesto.

El valor de las personas

En la enfermedad, en la tristeza y en el dolor,  descubrimos el verdadero valor de las personas. En un mundo egoísta y nihilista, en el que el yo es mucho más importante que el nosotros, la actitud de Sor Paciencia es un milagro que nos recuerda que, a pesar de nuestro desmedido orgullo, todavía somos humanos. Con su gesto, ha demostrado su fe en la Humanidad; personas como ella, capaces de amar a sus congéneres, son las que nos permiten seguir creyendo que la humanidad tiene futuro.

Hoy, gracias a una monja ecuatoguineana, puedo seguir creyendo en la capacidad de amar del ser humano.

Se ha hablado mucho de las personas que abandonan su vida, para partir a lejanos lugares a prestar sus servicios a quien padece. Desde hace muchos años, una gran parte del continente africano sufre grandes carencias, de comida, de agua, de libertad, de amor. Son muchos los hombres y las mujeres que, en el siglo XXI, lo abandonan todo para partir a servir a quienes les necesitan. Es en los momentos de crisis en los que sus servicios se hacen imprescindibles.

A un sacerdote navarro que trabaja en la zona más afectada por la epidemia, le preguntaron hace un par de días:

-¿No tiene miedo de contagiarse?-

A lo que él, respondió:

- Cuando llego al poblado, los niños vienen, alegres, a recibirme con los brazos abiertos. ¿Cómo voy a negarles mi abrazo?

El equilibrio del espíritu suele lograrse con un conjunto de pequeños detalles. A veces, la felicidad está encerrada en las cosas sencillas, que nos suceden cada día.