Son dos versículos de sobra conocidos por muchísimas personas, creyentes o no. Tal vez por eso, por ser tan mencionados, hemos olvidado su significado.
Jesús se dirigía entonces a Pedro, pero en el fondo nos estaba llamando a todos sus seguidores, hermanos de aquella época y de ahora, a comprometernos con ese proyecto divino en la Tierra denominado Iglesia. Estaba nombrando a Pedro como su sucesor, y al mismo tiempo nos estaba dando a entender que todos los hombres y mujeres tenemos una misión, una vocación, y que, respondiendo generosamente a ella, cada uno, desde sus circunstancias, contribuiríamos, mejor que nadie, a cumplir Su voluntad.
Hay infinidad de maneras de edificar la iglesia. Me atrevería a decir que tantas como personas. Pero existen varias que nos garantizan estar colaborando en la construcción del Reino de Dios aquí en la Tierra. Una de ellas es el anuncio claro, sencillo y desvergonzado del Evangelio. ¿Por qué desvergonzado? Porque a menudo debemos forzarnos a hablar de Jesucristo sin temores ni timideces. En una época tan defensora de la libertad de expresión, resulta casi contradictorio volvernos mojigatos y temerosos de difundir aquello que justifica nuestra existencia.
Clima de fiesta y dicha
Celebrar los sacramentos con alegría y entusiasmo contagioso es también una forma eficacísima de edificar la Iglesia. El bautizo, la confesión o la confirmación - no sólo el matrimonio, quizá el más frecuente y trivializado por visiones secularistas de la familia - deberían producirse siempre en un clima de festejo y dicha.
Pienso, asimismo, que la solidaridad generosa con las personas más necesitadas sirve para armar una Iglesia universal: atender y acompañar a los más pobres, a los discapacitados, a los olvidados, a los feos, a los ancianos, a los despreciados o demonizados… ésa es una tarea que nos encomendó Cristo y que, anclados en un conformismo y consumismo ciego, tendemos a minimizar.
Nosotros, los jóvenes, tenemos que pensar con honradez en nuestra responsabilidad como cristianos. Debemos mirarnos frente al espejo, sentarnos ante el Santísimo y orar para descubrir qué alcance queremos dar a nuestra fe. En otras palabras: reconocer cuánto queremos conceder a Dios. Esa entrega, la aceptación de nuestra vocación, no necesariamente religiosa, tendrá, sin duda, consecuencias directas en la construcción de la Iglesia. Y así, si bien cada época y cada lugar tendrán su particular modo de vivir la comunidad cristiana, siempre formaremos parte de un Cuerpo.