Una vez más me valgo del libro que tengo entre manos para levantar algunos puntos de reflexión. El libro en cuestión se titula así: “El arte de ser un buen amigo”. Todos queremos ser buenos amigos y tenerlos. Tal vez sea el bien más preciado al que podamos aspirar. “Amistar” –observa David Cerdá en el prólogo– es un verbo precioso y hoy en día poco empleado, quizá porque los “amigos” de Facebook y el resto de las imposturas de esta relación intensa y moral han devaluado el término. “Amistar” es “unir en amistad”; quien amista se une a otro, crea una comunidad, en definitiva, ama. Todo amor está compuesto de dos sentidos vitales que se cruzan, y por eso son existenciales y morales nuestras –verdaderas– amistades. Quienes no tienen nada, no pueden compartir nada, quienes no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta. “Confortar” es otro verbo en desuso, alentar y consolar al afligido es algo con lo que difícilmente vas a ganar seguidores, pero la amistad y el amor son esencialmente eso, aspectos de la misericordia. La compasión es el más noble de todos los sentimientos morales y prestar el hombro es el acto de amor más necesario para el ser más sufriente que existe. La amistad, en su versión elevada, tiene una serie de rasgos universales. Es una fuente de afecto libre, desinteresado. Implica dedicación y esfuerzo recíproco, grandeza de alma. Es un compromiso que pivota en torno a la virtud. Depara un sentimiento de confianza plena. Es un acicate vital, genera una tensión positiva que nos aproxima de la verdad. A todos estos aspectos atiende Hugh Black en su hermoso y breve tratado, “El arte de ser un buen amigo”, cuya vigencia sigue intacta. El tratado nos ofrece muy buenas pisas para forjar grandes amistades y conservarlas. Nos convoca al cuidado, a sacralizar al amigo. Particularmente me ha llamado la atención esta propuesta: sacralizar al amigo. Piensa un poco… detente a considerar todo lo que significa sacralizar al amigo. La amistad tiene sus ritos, que hay que tomarse completamente en serio. Es la mutua admiración –la reverencia– la que eleva a los amigos; sin ella solo hay socios circunstanciales. Hay que distinguir enérgicamente la versión vulgar de la amistad de la elevada; la primera es solo una antesala de una soledad próxima; la segunda tiene hechuras universales y sobrias, y el peligro es descuidarla por optar a evanescentes dulzuras temporales. La amistad debe ser un goce gratuito como los que proporcionan el arte o la vida. Y por eso la amistad no se busca, ni se sueña ni se desea; se ejerce. (Simone Weil) Hoy se habla mucho de salud mental, pero por cada cien palabras que se añaden y pertenecen al ámbito de lo patológico, apenas hay una que nos recuerde cuál es el papel en esa salud de nuestros amigos. Cuando llamamos amigo a quien todavía no es nuestro amigo es porque se lo proponemos y es nuestro sincero propósito que llegue a serlo. Llamar a un recién conocido por conocer “amigos” es hacerle una instantánea propuesta de amor. Y es por ello que ser amigable no es solo una disposición anímica, sino además existencial: es querer que en el mundo haya más amigos porque sabes que ellos son los que lo sostienen y embellecen.
“El arte de ser un buen amigo” Hugh Black. Ediciones Rialp. (Extraído del prólogo de David Cerdá)