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El collar de perlas

A las gentiles prendas personales unía su Fernando la cualidad de ser muy cariñoso y condescendiente, no viendo más que por los ojos de ella. Sería muy feliz, porque, si el amor es el alma de la vida y el mágico prisma a través del cual se irisa cuanto miran los ojos enamorados, Luisa y Fernando rayaban casi en la idolatría.

Al efectuarse el enlace, Luisa recibió, entre otros regalos, un precio so collar de perlas. Su misma abuelita se le ciñó al cuello; y, después de contemplarla embelesada unos instantes, la estrechó entre sus temblorosos brazos, y dándole un beso le dijo: “es el regalo de boda que me hizo tu abuelito; consérvale y que sea prenda de la felicidad que te deseo.”

Luisa guardó el collar como oro en paño; Para ella era el hermoso collar algo así como sagrado. La madre de Luisa se había adornado con él en muchas ocasiones; había sido constante usufructuaria; pero la abuelita quiso conservar siempre el derecho de propiedad, y ni por nada ni por nadie se hubiera desprendido del estimado collar.

Luisa, única nieta, debía ser la depositaria de aquella joya en que se vinculaba la historia de toda la familia; y la abuelita se lo dio como se daría un talismán a la persona más querida para que todas las dichas la rodeasen y pudiera realizar todos los anhelos del corazón, todas las ilusiones de la fantasía.

II

Precioso nido de amores era el airoso hotelito que a orillas del mar ocupaban los recién. casados. Desde los caprichosos miradores se contemplaba la extensa bahía cruzada por

lanchas y vaporcitos que en la lejanía semejaban gaviotas. Arriba, un cielo azul que se reflejaba en las inquietas olas; a los lados, frondosos bosques de donde las tibias auras traían aromas y murmullos. Todo era risueño como las esperanzas que Luisa había concebido al abrazar su nuevo estado.

Dos meses habían transcurrido; dos meses que á Luisa le parecieron un día, mejor dicho, la aurora de un eterno feliz día.

Era una deliciosa tarde. Luisa, sentada en una mecedora, vagaba con los ojos por tan poético panorama y con la imaginación por ideales es - pacios de color de rosa.

Fernando entró en el gabinete y tímidamente llegó al lado de su esposa. Temblaba como un reo que se ve forzado a declarar su crimen.

Luisa volvió sonriendo el rostro; pero bien pronto trocó la sonrisa por indecible expresión, indicadora de un siniestro presentimiento.

–¿Serás capaz de perdonarme, Luisa?

Fernando comprendió la sensación que sus palabras, (y más que sus palabras su tono) habían causado en el ánimo de su joven esposa; y, acentuándose el temblor de que estaba poseído, no acertaba a responder a la muda, pero imperiosa interrogación que la espantada mirada de Luisa le dirigía. –Soy .... lo que tú quieras, Luisa; llámame hasta criminal; tienes derecho; merezco tu desprecio. Pero más que tu desprecio, sentiré el disgusto que te ha de causar el mismo acto de despreciarme.

Luisa estaba atónita y no sabía darse cuenta de lo que estaba oyendo. –¡Perdón! ... ¿por qué he de perdonarte, Fernando, si de ti no he recibido el más leve motivo de enojo?

Fernando quería confesar su criminal proceder, pero no hallaba: frases. Se las robaba la vergüenza en que su propia indignidad le envolvía.

–Háblame claro, Fernando: ¿qué pasa? –¿Me perdonarás? –volvió a interrogar Fernando no resolviéndose a declarar de lleno su culpa.

–¿Qué hay en ti que reclame perdón? –Luisa .... cualquiera tropieza en el camino de la vida; yo he tropezado, he caído, y en mi caída te he arrastrado a ti. Perdóname.

Cada vez se presentaba más enigmática para Luisa la causa de tan reiteradas súplicas de perdón.

–Fernando, acaba –exclamó Luisa con cierto imperioso tono.

–Preciso es hablar: claro, porque es fuerza que lo sepas, porque lo has de saber sin remedio. ¿Por qué cedí a la insinuación de tal amigo?

¿En dónde podría encontrar más plácidas distracciones que en este hotelito? Pero cedí a la invitación importuna. Fui al casino; en el casino se juega; jugué un día, por jugar, sin ambición. Perdí, y volví a jugar por ver si recuperaba la enorme suma perdida. Y volví a perder, y la pasión, la locura se apoderó de mí, y, ciego en mi empeño en recuperarlo todo, todo lo perdí. ¡Arruinado en cuatro días!

Luisa quedó como petrificada. Fernando sintió impulsos de lanzarse por el mirador al mar, comprendiendo toda la amargura en que estaba su miedo al inocente corazón de la

angelical Luisa.

–¿Tofo lo has perdido?

–¡Todo! –contestó Fernando dejándose caer sobre una butaca.

–¡Este hotel... ya no es nuestro!...

Luisa, emblema en aquel supremo instante de la mujer fuerte, reprimió los naturales sentimientos de su corazón; tal vez adivinaba la siniestra tentación con que su esposo estaba luchando; y, sonriendo con resignación heroica, exclamó:

–Tu vida está por encima de todas las pérdidas; resignémonos; uní mi suerte a la tuya, y feliz seré mientras no me falte tu cariño. ¡Animo Fernando! mírame sonreír ¿lo ves? haz lo mismo, sonríe y entonces ...

–¿Qué? –preguntó con avidez Fernando que estaba lejos de esperar tan heroica fortaleza en una débil mujer.

–Entonces ... serás digno de mi perdón y te perdonaré.

–Pero es que hay más, Luisa, y no sé cómo decírtelo; porque, de seguro, he de abrir en tu sensible corazón una herida que será muy difícil que cicatrice.

–Acaba Fernando; dispuesta estoy a apurar el cáliz hasta las heces.

–He jugado ... ¡hasta tu más preciada joya!

Luisa no pudo contenerse y exclamó desencajada: –¡Mi collar de perlas! ¡el regalo de mi abuelita, el tesoro bendito de mi familia! Más vivas que nunca resonaron en los oídos de Luisa aquellas palabras de su abuelita: “consérvale, y que sea prenda de la felicidad que te deseo”.

 III

Fernando no pudo sustraerse a su pasión. La desesperación misma le condujo a recurrir a un rico banquero, amigo del padre de Luisa.

Con el dinero recibido en préstamo, volvió al casino; y de nuevo, con el ciego tesón de un obseso, se arrojó temerario en brazos de la fortuna.

Si llega a perder... ¡oh qué siniestro, qué negro pensamiento cruzaba por su mente!

Pero la veleidosa fortuna, que antes le negó brusca sus favores, se volvió complaciente hasta el exceso. Y el arruinado de ayer recuperó con demasía lo perdido. Volvió a ser dueño del preciado hotelito; y, si no pudo recuperar el famoso collar de perlas, tuvo más que suficiente dinero para comprar un valioso collar de brillantes para su amada Luisa.

Tornó al hotelito como quien sale de una mazmorra a la que hubiera sido condenado perpetuamente. Era feliz, felicísimo; podía compensar con creces las amarguras que su buena esposa habría apurado en silencio. En lugar del collar de perlas, le traía otro infinitamente de más valor.

Volvió a encontrar a Luisa en la mecedora cerca del mirador.

Esforzándose por encubrir el inmenso gozo que sentía, se acercó a Luisa y con palabras llenas de ternura le dijo:

–¿Has padecido mucho? ¡Pobrecita! ¿Y si te engañé para probar hasta dónde llegaba tu cariño? ¿Y si no había tal juego, ni tal pérdida ni nada de lo que te dije?

Trabajo le costaba a Luisa creer que su esposo pudiera haber fingido tanto. Era imposible Por mucho que se afanara Fernando, no lograría persuadir a Luisa de que todo había sido una pura comedia. La mujer es muy perspicaz; sabe leer en los ojos lo que pasa en el fondo del alma. Pero Luisa quiso pasar ante Fernando por inocente y crédula en extremo. Tal vez por no sonrojarle dándole a comprender que era un miserable jugador y, como tal, indigno de ella y de vivir a su lado.

–No, Luisa; este hotelito es tuyo y muy tuyo, donde seré feliz, donde será eterna nuestra luna de miel. ¡Qué bien he sabido fingir!

-Quiero creer que no me engañas, Fernando; quiero creer todo lo que me dices; pero ¿dónde está mi collar de perlas?

–¡Tontuela! aquel collar era bueno; pero tú merecías más; le tenías de perlas, y yo quise que le tuvieras de brillantes. Y con lo que las perlas han valido y lo que yo he podido añadir, he comprado el mejor collar que he visto. Y mientras finalizaba la última parte del período, sacó del bolsillo un precioso estuche; le abrió, y arrojó en la falda de Luisa una cascada de brillantes. Al principio lanzó Luisa un grito de alegre sorpresa; cogió el collar, lo examinó, lo admiró; y, cuando más entusiasmado estaba Fernando por el placer que pensaba estar proporcionando a su esposa, se levantó ésta de la mecedora y, arrojando aquel deslumbrante hilo de brillantes sobre un velador, dijo:

–Valía más mi collar de perlas. Aquel simbolizaba el amor, el puro amor de la familia. ¡Mi abuelita me lo dio como prenda de la felicidad que me deseaba!; y este collar .... es fruto de la aborrecible pasión del juego.

Fernando se quedó yerto, anonadado. Luisa no quiso humillar demasiado a su querido esposo, pero sí hacerle comprender las fatales consecuencias; que suele acarrear el vicio del juego. –Lo mismo que has venido tú -añadió Luisa- a traerme este collar, podría haber venido cualquiera a traerme la noticia de que mi esposo, mi Femando, se había suicidado por causa de la maldita pasión del juego. ¿Puedo apreciar esta joya, por valiosa que sea, cuando me ha de estar recordando incesantemente que es fruto de una pasión que pudo conducir a mi esposo a la mayor de las cobardías, y obscurecer para siempre el cielo de mi esperanza, que es tu vida, tu cariño?

–Tienes razón, Luisa; y hoy.  con doble motivo te vuelvo a pedir perdón y te juro que jamás, jamás, he de volver al maldito juego ni he de pisar un casino.

Así fue, y vivieron muy felices; pero es lo cierto que al perderse el collar de perlas terminó, la luna de miel; vivieron, sí, muy felices; cómo se vive después de la justificación; mas la felicidad de la justificación no es como la felicidad de la inocencia.

Antonio de la Cuesta Sáinz