Eran las once de la mañana. Los mendigos habituales se habían colocado ordenadamente a lo largo del pasillo que se abría frente a la puerta de la iglesia, aguardaban la terminación de la misa dominical.
Acabada la celebración, comenzaron a salir los feligreses, algunos se detenían y echaban unas monedas en los recipientes que los mendigos habían depositado en el suelo. Uno de los que salían, un hombre de mediana edad con pinta de despistado, pasó, sumido en sus pensamientos, aparentemente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. De pronto, se oyó la voz, fuerte, cascada, casi impersonal, de uno de los mendigos. El feligrés, despistado, se dio la vuelta, le había llamado por su nombre, alguien le había identificado. Educado, se detuvo y regresó adonde se encontraba quien le había interpelado.
- Dame algo, no tengo nada para comer.- El hombre parecía no pedir, era como si solicitase que el otro le concediera algo que le correspondía por derecho. Algunos viandantes se detuvieron al ver la escena. Habían reconocido a la persona que se había detenido ante el mendigo, era el entrenador de futbol del equipo de la ciudad. Él, pareció turbarse ante la notoriedad que estaba tomando el acontecimiento. Con mesura, le solicitó silencio. Luego, en voz baja, casi inaudible, susurró:
- Por favor, aguarde un momento, no llevo nada encima.- El mendigo, entre sorprendido e intrigado, respondió con un escueto: Vale.
Discretamente, el entrenador marchó hacia un coche que estaba aparcado en la calle contigua, lo abrió y hurgó en su interior hasta que pareció encontrar lo que buscaba. Regresó al lugar en el que se encontraba el mendigo, a estas alturas, rodeado de un grupo de gente, que curiosa se le había ido acercando. El entrenador, le alargó el sobre, el mendigo lo cogió sin decir palabra. El donante hizo un gesto de despedida con la mano y marchó hacia su coche.
Inmediatamente, algunos de sus compañeros, nerviosamente, inquirieron al mendigo:
- Ábrelo, a ver que te ha dado.- él, parecía resistirse, debatiéndose entre aceptar o negarse a la petición de sus compañeros, temeroso de verse obligado a repartir su presunto botín. Ajenos a la lluvia que no cesaba de caer, los reunidos se hallaban prisioneros de su curiosidad, tal vez, por la peculiar figura del entrenador, tal vez, por asistir a la reacción del mendigo ante la sorprendente donación que había recibido.
El sobre se rasgó con estrépito, los espectadores se quedaron atónitos, era una entrada de tribuna para ver el último partido oficial de la temporada y del campo, en fase de demolición.
- Nunca he ido al futbol. Iré esta tarde - comentó, alborozado, el menesteroso.
- Yo que tú la vendería -, aconsejó uno de sus compañeros.
- Pero es que quiero ir, será la primera vez en mi vida y tal vez la última, que pueda ir a una tribuna de un campo de Primera División.- reflexionó, el pobre.
- Puedes venderla, seguro que te darán una “pasta” por ella.- Le animó, otro de sus compañeros.
El grupo había cobrado vida. Al hilo de las palabras se escuchaban los comentarios, unos críticos con la propuesta, otros, a favor de ella. Del fondo, surgió una juvenil voz:
- ¡Te doy diez euros!
- Quiero ir. Además, en la taquilla cuesta mucho más -, protestó, entre dolido y decepcionado, el dueño de la entrada. - Un elocuente murmullo de desaprobación cubrió sus últimas palabras, un murmullo que parecía decir “Hace un rato, éste no tenía nada y ahora ya quiere sacar réditos de su buena suerte”. El cuchicheo subió de tono hasta convertirse en una queja pública, un acto de censura contra la actitud del indigente.
- Cuarenta euros, te ofrezco cuarenta euros. - Era la voz de un hombre seguro de lo que decía, convencido de que estaba haciendo una oferta que no podía ser ignorada, una oferta para ganar.
- Son cuarenta euros, toda una fortuna. - Se oyó la voz de un compañero del mendicante, entre sorprendido y envidioso.
- Pero, yo no quiero… - el limosnero balbució, parecía dudar. Sacó su preciosa propiedad y la contempló como el que mira a un bien querido por última vez. Luego, exclamó:
- El dinero, deme el dinero.- Un caballero de mediana edad se aproximó al centro del grupo. Sacó dos billetes de veinte euros de su cartera y los dobló. Con un solo gesto, se apropió de la entrada y depositó, de forma despectiva, los dos billetes en la mano del vagabundo, quien, sin mirarlos, se los metió en el bolsillo interior de su vieja chaqueta, agachó la cabeza y dando media vuelta, huyó del grupo, calle arriba.
Alguien del grupo murmulló, con evidente desprecio, en voz suficientemente alta para que se escuchara:
- Seguro que va a gastárselos en vino.- Los reunidos se miraron, unos, con caras cómplices, aceptando como un axioma, la afirmación de su desconocido compañero. Los comentarios continuaron mientras el grupo se disolvía.
En el centro de Bilbao era una mañana de domingo como otras muchas.