Esta autorización la consiguió pronto de sus superiores, y en el otoño de 1220, se embarcó, acompañado del hermano Felipe, hacia el país de los sarracenos, Marruecos.
Se ignora el lugar exacto al que se dirigió, más sabemos con certeza que no pudo cumplir la misión de sus sueños. Una enfermedad le impidió predicar el evangelio, obligándole a volver a su país natal. Pero durante la travesía, una tempestad empujó la embarcación hacia las costas de Sicilia. Era el mes de marzo de 1221.
San Antonio en tierras italianas, en compañía de otros muchos hermanos franciscanos, comenzó una vida nueva. Una de sus actividades apostólicas más arriesgadas la realizó en el sur de Francia, intentando frenar la herejía de cátaros y albigenses, cuyos errores anticatólicos dividían al pueblo cristiano. Antonio logró con su convincente elocuencia numerosas conversiones. En uno de sus sermones instruía a los cristianos sobre las cualidades del buen predicador con estos consejos:
1º “Los predicadores son los pies de Cristo. Ellos le llevan por todo el mundo”.
2º "Deben ser sumamente humildes".
3º "El testimonio de su vida debe ser su arma de persuasión".
Este rasgo de la vida de San Antonio nos interroga a todos. ¿Hasta qué punto el cristiano de hoy siente esos deseos de anunciar a Cristo y dar la vida por Él?
El novelista francés Albert Camus escribió: "El papel de los cristianos es gritar, pero yo no les oigo”. Los cristianos deberíamos gritar más contra la mentira, la injusticia, el odio, la guerra, el hambre…y anunciar con más valentía a Cristo y su evangelio.