Cuando la alimentación de la familia se ha convertido para numerosas personas en una aventura diaria muchas veces imposible. Cuando, cada mañana constatamos que vivimos en un mundo hostil en el que las banderas de la lucha, la competitividad, la derrota del rival, enseñorean el horizonte de nuestra civilización, en la que se venera al vencedor, otorgándole la riqueza como premio, como valor absoluto de una Sociedad que se pervierte en su propia materialidad, mientras el derrotado es condenado al olvido y muchas veces a la exclusión social. Un mundo en el que el dinero, cada vez más frecuentemente, se utiliza como argumento justificativo del éxito y medida de la capacidad que separa a los hombres de su meta. Un mundo condenado a extinguirse en el fuego de su ira, de su egoísmo, de su violencia. Un mundo que, como a prometeos anónimos, corroe nuestras entrañas y nos hace insensibles al dolor de nuestro prójimo a la tragedia de miles de hombres y mujeres que se debaten en una situación que les condena a vivir sin esperanza. Debemos detenernos a pensar en nuestro futuro, el que estamos construyendo.
En estos días que nos oprimen el corazón las penurias que atenazan a nuestros hermanos y nos amenazan a todos, se hace necesario buscar nuevos cánones, nuevos modelos de sociedad, modelos que nos hagan olvidar la pasión de la lucha en beneficio de la colaboración, de la ayuda, del amor. El modelo parece esquivo, inalcanzable. Los modernos “profetas” sociales nos hablan de cambios de costumbres, de hábitos, de escasez, de dolor, de lágrimas. No obstante, es una necesidad perentoria la de recuperar la ilusión, encontrar en nuestro vecino un amigo al que amar antes que un enemigo al que batir, volver a sentir esperanza en un futuro más justo, más habitable, más humano. Hemos pasado demasiado tiempo gritando lo que era conveniente, lo que había que hacer, las pautas que debíamos seguir y las etapas que teníamos que recorrer. Ahora, ante nuestra actual situación, debemos reconocer que, de alguna manera, hemos fracasado y hoy, nos encontramos más alejados que hace unos años de esa Humanidad feliz que tantas voces predecían.
Ante esa constatación, me pregunto, ¿es lícito decir a los demás lo que es bueno o malo? ¿Son legítimas las pautas de conducta que no logran hacernos colaborar con nuestros vecinos sino que nos obligan a competir con ellos? Hace muchos años, creo que en alguna ocasión lo he dicho, me enamoré de El Cairo. No de la ciudad turística, de su museo egipcio, ni de las pirámides que acompañan, cada día, la salida del sol en sus alrededores. Quedé prendado de una ciudad que a cada paso descubre el milagro de la existencia de muchos de sus moradores. Una ciudad a la que frecuentemente vuelvo mi vista. Gentes sin oficio ni beneficio, gentes condenadas a improvisar en cada momento la adquisición de los recursos con los que tienen que sobrevivir cada día. Gentes a las que nadie ordena que hacer, ni cómo actuar, gentes qué actúan de acuerdo con su conciencia. Siguiendo sus pasos por plazas, calles perdidas, mercados olvidados en los que todo se vende y se compra, se puede descubrir un mundo desconocido, un universo que justifica la existencia del hombre sobre la Tierra.
Una tienda es un simple tenderete en el que se han reunido unas cuantas mercancías diversas. Casi siempre, todas ellas carecerían de valía en cualquier ciudad europea y sin embargo, entre los cairotas, todo tiene un valor para alguien. La fruta demasiado madura, los productos caducados, los artilugios de un zapatero que debió morir hace cien años. Unos tubos de plomo, unas sillas desmochadas, con cierto aire aristocrático, residuos doloridos de un pasado que desapareció hace demasiado tiempo. Ropa de segunda, tercera o cuarta mano que nunca fue elegante. En una pequeña plaza como escenario, rodeados de la arena del desierto que busca engullirlos sin piedad, hombres y mujeres discuten, negocian, se afanan. No pretenden derrotar a nadie, tan sólo, reunir unas monedas con las que llegar a mañana. Tras unas desvencijadas casas, mudos decorados de la vida, tan llenas de heridas como sus habitantes, edificios que hace lustros fueron residuos abandonados de las potencias que creyeron poseer el alma de la ciudad y hace lustros dejaron de ser para pasar a convertirse en paisaje de una urbe que todo lo digiere sin abandonar su personalidad, sin perder su carácter, las gentes a las que envidio, viven con pasión el nacimiento de cada día, porque cada día es una nueva oportunidad que las naturaleza les concede para acercarse a ella, para gozar de su compañía y de la de sus vecinos, a la vez, amigos y compañeros de ilusiones, porque cuando desaparece la esperanza se nos mueren los sueños y sin sueños no existimos, estamos muertos.