La primavera ya había comenzado en aquella organizada Alemania del siglo XX. Hilda asistía con mucho entusiasmo a su clase favorita, al aire libre. Sin embargo, la alegría que experimentaba la pequeña no provenía de lo que el profesor decía, ni de la contemplación de las flores que empezaban a brotar en el bosque. Es verdad que siempre le habían gustado las Ciencias naturales, y más aún las delicadas florecillas que rodeaban la improvisada aula campestre, pero sus pensamientos volaban más lejos… hasta una capilla que se encontraba a pocos kilómetros de allí.
Había aprendido unos días antes que Cristo, nuestro Señor, estaba presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las sagradas especies eucarísticas y se quedó encantada con la idea de que Jesús estuviera escondido en el sagrario. Y, mientras transcurría la clase, no veía el momento de poder acercarse al Santísimo Sacramento. Tan pronto como acabó los deberes y el maestro rezó para dar por concluidos los trabajos, salió corriendo hacia la capilla, que nunca se hallaba vacía.
Una gran sorpresa
Pero cuando entró se llevó una gran sorpresa al no ver a nadie haciéndole compañía al Señor… Entonces se dijo a sí misma:
-Me voy a quedar con Él, por lo menos hasta que alguien llegue. No debe faltar mucho.
Hilda no se preocupó por el tiempo que tuviera que esperar, pues todas las tardes, al ponerse el sol, los devotos habitantes del pueblo se dirigían a la capilla para rezar por sus convecinos que estaban luchando en la guerra. Seguramente no tardaría en aparecer algún alma piadosa. No obstante, los minutos iban transcurriendo y… nada.
La noche estaba cayendo y no asomaba nadie. Así que decidió pasar esa noche allí mismo. De ninguna manera quería abandonar al divino prisionero del sagrario.
-Mi madre se va a quedar preocupada -decía hablando bajito-, pero cuando sepa que estuve con el Señor, se pondrá muy contenta.
La noche más feliz de su día
¡Aquella fue la noche más feliz de su vida! Sentía la presencia de los ángeles; parecía que le hacían compañía en las canciones que cantaba en honor de Jesús Sacramentado. También la Virgen se mostraba más sonriente en la bella imagen del altar, como si quisiera hacerle notar que la seguía en las manifestaciones amorosas de su corazón puro.
Tan alegre estaba que no se daba cuenta que la noche iba pasando. Más tarde, al ver que un rayo de sol se filtraba a través de los sencillos vitrales de la ventana, percibió que ya amanecía y que la única persona que se encontraba allí era ella.
-¿Qué habrá pasado? ¿Por qué no ha venido nadie? –se preguntaba mientras iba hasta la puerta.
Y cuando la abrió… se encontró con una escena que la dejó muy impresionada: ¡el bosque había desaparecido! ¿Pero dónde estaban los árboles? ¿Qué había sucedido con las flores que habían empezado a brotar? ¿Y los pajaritos? No se escuchaba ni un pío-pío y sólo se veía un desierto de ceniza…
Lamentó la pérdida de todos sus bienes
La inocente niña salió de la capilla y deambulaba despacito por aquel lugar, antes repleto de vegetación y ahora cubierto de polvo. Después de cierto tiempo andando, llegó al claro natural donde solía asistir a clase y allí encontró a la gente del pueblo lamentando la pérdida de todos sus bienes.
-¡Hilda! -gritó una voz conocida, en medio de la multitud.
Era su madre que, aliviada por encontrar a su hija, corría hacia ella. En su mente infantil, no obstante, aún continuaba el interrogante: ¿qué había ocurrido? Y preguntó:
-Mamá, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Por qué está todo en cenizas? ¿Cómo se ha quemado todo?
Entonces su madre le explicó que al anochecer los vecinos se habían reunido para escuchar por la radio las últimas noticias sobre la guerra, en vez de dirigirse a la capilla para rezar, como siempre lo hacían. Los locutores, con sus voces fuertes y vibrantes, relataban las bajas enemigas y las conquistas de los aliados alemanes; también contaban los señalados actos de heroísmo realizados por los soldados del país, atrayendo poderosamente la atención de los interesados oyentes.
Comenzó un terrible incendio
Como la luz del día iba desapareciendo, empezaron a encender velas para disipar un poco la oscuridad y una de ellas se cayó sin que nadie se diera cuenta, lo cual dio inicio a un terrible incendio. Intentaron apagar el fuego con cubos de agua y mantas, pero las hojas y ramas secas esparcidas por todo el suelo sirvieron de combustible para las llamas, que crecieron y se propagaron rápidamente, consumiendo todo el bosque. Además, como la mayoría de las casas estaban hechas de madera, éstas también parecieron con la vorágine de la quema. Al amanecer, a pesar de los esfuerzos e intentos de debelar el fuego, no quedaba más que cenizas y pérdidas…
-¿Y tú -le preguntó su madre- dónde has pasado la noche que ni te enteraste de lo ocurrido?
La pequeña le contó que durante toda la noche le había estado haciendo compañía a Jesús, prisionero en el sagrario, cantando y rezando, ya que no apareció nadie para adorarlo y estar con Él. Por eso no había visto ni sentido nada de lo que sucedía fuera de la capilla.
Los aldeanos se pusieron a pensar
Los aldeanos allí presentes se pusieron a pensar: ¿cuál habría sido su destino si en lugar de quedarse pegados a las noticias de la radio hubieran ido a rezar como de costumbre? Sin duda estarían como Hilda, la única que no tenía heridas ni quemaduras y que llevaba en su rostro la luz de Cristo, de cuya compañía había disfrutado aquella noche a tantos títulos memorable…
A partir de entonces los habitantes de la región crecieron todavía más en la devoción al Santísimo Sacramento y jamás olvidaron que la mejor forma de estar a salvo en los momentos de grandes peligros y tribulaciones es refugiarse en Jesús eucarístico. Reconstruyeron todo el pueblo y aumentaron y decoraron con esmero la capilla, ¡que nunca más se quedó sola!