Bajo la atenta mirada de los niños, este abuelo se afanen en reparar, de nuevo, el juguete que le han llevado: un descosido caballito de trapo. El niño, curioso, trata de aprender cómo lo hace, no perdiendo detalle de las puntadas que el viejo da sobre el cuerpo maltrecho del equino.
La niña, más inocente y pequeña, asiste a la escena fascinada con la figura del anciano, de abundante cabellera y poblada barba blanca, por el que muestra veneración y tal vez también algo de miedo ante los “poderes” misteriosos e incleíbles que posee arreglando cualquier juguete. Le mira pasmada, quieta, con los ojos bien abiertos y los brazos caidos, agarrando por un pie, boca abajo, a su olvidada y descompuesta muñeca.
Mascando su desgastada pipa, el viejo se entrega a la tarea con seriedad, reviviendo con la ilusión de estos niños los tiempos de su infancia. Sabe lo importante que es para ellos que alguien les preste atención y repare sus juguetes. Y como él es zapatero… entiende un poco de todo.
La luz penetra en la estancia por un ventanal que no vemos. Sobre el mueble de la pared, una jarra de barro rezuma el agua fresca sacada del pozo. Al lado, la jarra cerveza de cristal que usa como vaso. En la pared, pillada por el cuadro, la palma de Ramos. Y en lo alto, un canario amarillo canta alegre desde su jaula.
No queda claro si estamos en su taller de zapatero o si es una estancia de su propia casa que utiliza para el trabajo.
Inocencia de una infancia marcada por hombres con la personalidad de este abuelo, y por el entretenimiento de juegos que les introducen en la vida, aprendiendo a convivir, descubriendo la realidad con naturalidad, lejos, muy lejos, de la perversa y embrutecedora influencia de la televisión o del hipnotismo de los vidiojuegos y los “whatsapps” de los móviles, que condenan al aislamiento y al silencio a tantos niños de hoy.