A través de las palabras de la absolución, pronunciadas por un hombre pecador que, sin embargo, ha sido elegido y consagrado para el ministerio, es Cristo mismo el que acoge al pecador arrepentido y lo reconcilia con el Padre; y con el don del Espíritu Santo, lo renueva como miembro vivo de la Iglesia. Como muestra la parábola del Padre y los dos hijos, el encuentro de la reconciliación culmina en un banquete en el que se participa con el traje nuevo, el anillo y los pies bien calzados (Cf. Lucas 15, 22s): imágenes que expresan toda la alegría y la belleza del regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente, para usar las palabras del padre de la parábola, “comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lucas 15, 24). ¡Qué hermoso pensar que aquél hijo podemos ser cada uno de nosotros!
2. Encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
El sacramento de la reconciliación nos ofrece la alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado y resucitado, que, a través de su Pascua nos da la vida nueva, infundiendo su Espíritu en nuestros corazones. Unidos a Jesús en su muerte de Cruz, morimos al pecado y al hombre viejo que en él ha triunfado. La fuerza de su resurrección nos alcanza y transforma: el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de reconocerle junto a nosotros y reconocer su voz en quien tiene necesidad de nosotros. Toda nuestra existencia de pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la angustia, liberada del peso de la culpa, confirmada en los dones de Dios y renovada en la potencia de su Amor victorioso.
La alegría del perdón lleva al encuentro con los hermanos, saliendo de nuestro corazón aquella oración atribuida a Francisco de Asís, que expresa la verdad de una vida renovada por la gracia del perdón: “Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que donde hay odio, yo ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón. Que donde hay discordia, yo ponga la unión. Que donde hay error, yo ponga la verdad. Que donde hay duda, yo ponga la Fe. Que donde desesperación, yo ponga la esperanza. Que donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor, que no busque tanto ser consolado, como consolar, ser comprendido, como comprender, el ser amado, como amar”. Buen camino hasta la Pascua del perdón y de la Vida.
3. El signo sacramental de la Penitencia
La conversión es el camino sacramental a recorrer para una adecuada comprensión de la justificación del bautizado pecador. Una observación importante: cuando en esta exposición hago referencia al pecado o a la condición pecadora del bautizado -si no indico otra cosa- estoy entendiendo el pecado como una ruptura grave con Dios, con la Iglesia y consigo mismo. La situación de pecado mortal es el punto de referencia adecuado para entender la naturaleza del sacramento de la penitencia como sacramento de reconciliación verdadera; en este caso, se trata de rehacer una comunión rota por el pecado. Por eso, el parámetro de inteligibilidad al que debemos sentirnos continuamente referidos para comprender la naturaleza y los efectos específicos de este sacramento es aquél que, como dice el Concilio de Trento, afecta "a los fieles que caen en el pecado después del bautismo", porque se han puesto "al servicio del pecado y están en poder del Demonio"; por consiguiente, necesitan "renovar la gracia y reconciliarse con Dios" (DS 1668;1670;1701; Ordo P., 2). Los demás casos en los que no es necesaria una plena reconciliación en sentido estricto (porque el pecado no ha causado, propiamente hablando, una ruptura, sino un debilitamiento de la comunión), habrán de ser entendidos en sentido análogo al caso típico de la conversión y reconciliación del cristiano gravemente pecador. Esta consideración no pretende rebajar en modo alguno la importancia espiritual y pastoral de la confesión frecuente de los pecados leves o veniales.
El sacramento de la penitencia es, en el sentido propio de la palabra, sacramento de perdón, reconciliación y conversión del bautizado pecador. El término perdón subraya la iniciativa misericordiosa del obrar divino, que actúa en Cristo y por Cristo a través del ministerio de la Iglesia. El término reconciliación, subrayando igualmente la iniciativa del obrar divino en la obra realizada por Cristo, abarca igualmente la dimensión eclesial de la reconciliación con la Iglesia como "lugar sacramental" del re-encuentro reconciliador con Dios y con los hermanos, de los que, pecando, el bautizado también se alejó. El término conversión, siendo fruto de la gracia divina, pone de relieve al mismo tiempo la participación activa del penitente en la obra de la salvación. El concepto bíblico de la conversión subraya además el proceso de transformación interior, que afecta no sólo al comportamiento moral del penitente, sino también al ámbito ontológico y psicológico del bautizado pecador. La conversión no afecta sólo al cambio en el obrar, también afecta al modo de ser.
El concepto católico de la justificación nos conduce hacia una antropología teológica, en la que todas las estructuras personales del sujeto humano, que recibe la gracia sacramental, son substancialmente modificadas mediante una real renovación de la persona a nivel interior.