“Ordenó el rey de Egipto a las parteras de los hebreos, de las cuales una se llamaba Séfora y la otra Fua, diciéndoles: Cuando asistáis al parto a las mujeres hebreas, mirad sobre las dos piernas, si es niño le matáis, si es niña que viva.”[1]
Es ésta, la transcripción del primer Genocidio del que la Historia guarda memoria. Egipto, olvidando la benéfica existencia de José, temía a sus descendientes. Se reproducían con tanta velocidad que habían llegado a convertirse en un hipotético riesgo para el estado.
Preocupado el Faraón y aduciendo que su actuación estaba dirigida a velar por la seguridad y libertad de su pueblo, decidió acabar con, lo que sospechaba, un peligro para su pueblo.
Tras las Plagas, los egipcios, enfurecidos por los males que acontecían a su pueblo, decidieron expulsar de sus hogares a los hijos de Israel. En ese momento, éstos, se convirtieron en refugiados y se vieron condenados a vagar durante una generación por lugares inhóspitos y tierras desconocidas.
Tras cuatrocientos treinta años[2], Egipto había dejado de ser su patria para convertirse en un territorio hostil.
Aunque no existe certeza sobre la ubicación del monte Sinaí, el Jebel Musa[3] suele ser identificado con él. En los días claros, desde su cúspide, se divisa un gran espacio lleno de feraces tierras que, a través de golfo de Ákaba, llega hasta la costa de Arabia Saudí.
En nuestro siglo
¿Cuál fue el pecado que aquellas personas cometieron para que fueran expulsadas de sus tierras y se convirtieran en una multitud desnortada de refugiados? ¿En qué delito, salvo quizás, el de haber nacido, incurrieron?
Desde aquellos bíblicos tiempos han trascurrido más de quince mil años y muy pocas cosas han cambiado entre nosotros.
En el siglo XXI, en el tiempo en el que residimos en cómodas casas, hablamos de la automatización de los procesos productivos y nuestro sistema de comunicaciones se basa en potentes ordenadores, miles de personas, puede que millones, vagan de un lado para otro, perdidos entre países hostiles, por nuestra propia casa: Europa.
Expulsados de las que fueron sus moradas durante milenios, hombres, mujeres y niños, suplican una nueva oportunidad para rehacer sus vidas.
Su existencia ha sido destruida por una guerra que, con espíritu cruel, se realiza en nombre de dios.
Condenados a marchar de un lado para otro, nadie parece entender su problema. Nadie parece aceptar que, un día, todos fuimos refugiados. Presionados por el ciego fantasma de la guerra o de la miseria o de la ideología, unos y otros, nos vimos obligados a buscar nuevos horizontes que redimieran nuestras carencias con una nueva oportunidad.
Europa partió hacia América. Unos, lo hicieron por motivos políticos, otros, porque el hambre que atenazaba sus corazones y mataba a sus hijos, algunos, como consecuencia de sus ideas religiosas.
España, Rusia, Suecia, Francia, Italia, Alemania... En los siglos XVIII y XIX, multitud de nacionales de esos y otros países, obligados por las penurias económicas por las que atravesaban, castigados por sus creencias o como pena a sus errores, se vieron en la obligación de buscar una nueva patria allende los mares.
Todos hemos sido refugiados
Después de la II Guerra Mundial, millones de europeos se vieron condenados a deambular, por una Europa asolada, en busca de una reubicación que les permitiera fundar un nuevo hogar. ¡Todos hemos sido refugiados!
Gozaban de una antigua cultura. En sus tierras predicó San Pablo y hace unos doce mil años se inventó la agricultura. Ahora, las oscuras fuerzas del destino han llevado la persecución, el hambre, la muerte, la peste y la guerra hasta sus hogares. El Apocalipsis se desató como epidemia mortal.
Algunos de quienes ahora se han convertido en refugiados, lo hacen en busca de una libertad de la que no gozaban, otros, por defender sus creencias. Muchos de los refugiados que están llamando a nuestras puertas comparten nuestra religión. Por mantenerse en sus creencias, se vieron obligados a huir para que los ejércitos invasores no les mataran.
Hay cosas que suceden en el siglo XXI de las que, cerrando nuestros ojos, parecemos no darnos cuenta.
El éxodo, esa cruel decisión que nos impele a huir de todo cuanto amamos, de los paisajes en los que nos enamoramos, de las costumbres con las que nos identificamos, en definitiva, de nuestra manera de vivir, sentir y creer, sigue siendo la única esperanza para muchos seres humanos. Algunos de ellos, están llamando a nuestras puertas. Corriendo grave riesgo de exclusión[4].
Son como nosotros, pero esta noche pasarán hambre y dormirán en la esquina de una innominada calle de cualquier pueblo de Europa.