Era la soledad en la vejez, la desoladora soledad, del final. Berta sufría. Vivía muy lejos de todos sus familiares y no le era fácil verles, ya que le costaba desplazarse debido a su estado de artrosis, a sus muletas, a su salud últimamente mermada, pues en poco tiempo, había envejecido mucho y había sufrido innumerables problemas de salud. A veces se sentía incluso llena de miedos y como una niña abandonada en la noche y perdida en la oscuridad.
Oscuridad. ¡Y ese miedo a la oscuridad! ¡Ojalá no llegara a vivir tanto, ojalá Dios la llamase antes, pero sabía que padecía una enfermedad en la vista, que podría quizá si las cosas iban para mal, convertirla en invidente! Seguía a pie puntillas el tratamiento que le indicaba el especialista, pero siempre sintiendo aquel miedo, aquel terrible temor.
Y aquel constante ruego: “¡Dios mío, sálvame de esto!”… Estando tan sola, a veces se preguntaba qué pasaría en ese terrible caso… ¿La acogería su hija, (querida hija) en su casa junto a sí y su marido, que era bueno? Abandonarla a su destino sería cruel. Sin embargo, ella no pretendía vivir con nadie, sólo estar cerca, tener el calor de la familia. ¡Es tan hermoso tener sentido de familia!
Una vez, tímidamente, le había pedido a su hija: Hija mía, si me ocurriera “eso” llévame contigo… La chica sonrió y no dijo nada. Y habían transcurrido años.
Berta seguía en la soledad, el miedo, y el aumento de sus achaques y mermas de vitalidad. Pero todavía no estaba mal, verdaderamente mal. Podía valerse con más o menos dificultad por sí misma, y con su pensión, que gracias a Dios no era de las peores, podía subsistir más o menos bien. Pero se moría de pena, su corazón estaba ansioso del mendrugo de pan de sentir que alguien la quería. Deseaba que su vida acabase pronto y su espíritu volase al más allá, que imaginaba mejor.
Algunas de sus amigas por ejemplo, las asistentes a misa a la parroquia de su barrio, a la cual ella acudía asiduamente, tenían la suerte de vivir cerca de sus hijos e hijas. Algunas pensaban en residencias, pero esa solución tan fría a Berta le causaba horror. No negaba que algunas personas lo prefirieran, para ella eso sería terrible, no podría con ello.
“Por lo menos seguir en mi casa…” ¿Se daba alguien cuenta de su pena y su miedo, de su tristeza y su angustia? (casi desesperación…)
Un día se reunió con su hija, ya que vivían lejos, y la hija, así por las buenas… comenzó a hacerle “propaganda” de las residencias… Berta oponía sus razones… discutieron… y Berta se quedó con la espina clavada, la falta de amor y protección, el dolor, el miedo, la
última de sus angustias… y su corazón se rompía. Pasaron días y días… Aquella noche Berta soñaba. Por fin un sueño halagador grandemente consolador, un sueño hermoso de familia y bondad.
Llegaba su hija a su lado, la besaba, y le decía más o menos así: –Mamá, no tengas miedo. Si lo que temes te ocurre, o algo inesperado, yo te llevaré a mi casa y te atenderemos lo mejor posible. Quizá tendrás que pasar horas solas, dado que yo trabajo, pero me tendrás en otras horas y te daré todo el amor que sé que anhelas. Ya buscaremos, entre las dos, una asistenta por horas según nuestra economía. Además, mamá, no sufras por adelantado, ¡que no va a pasarte nada malo! Son tus temores, cariño…
La volvió a besar. Berta sintió de pronto un descanso en todos los nudos de su corazón, un respiro profundo de su alma, se le abrieron los cielos… tenía la ayuda de su hija (hija querida), tendría su ayuda en los momentos terribles si llegaban… si su hija le tendía la mano, ¿qué más quería ella?
¡Oh, Dios, gracias! Se sentía como un náufrago salvado por una mano milagrosa. Respiró hondo. Sonrió inefablemente. Su sonrisa se iba haciendo más y más expresiva de felicidad, su respiración más profunda.
Recibía al fin el pago generoso por todas las vicisitudes que los viejos ya han pasado en la vida y por todo el amor que han dado, dentro de sus quizá imperfecciones.
¡Qué dicha, qué respiro, qué premio! Aquello era, por supuesto, lo que ella hubiera hecho, en su caso, por su madre, (madre jamás olvidada) que la enseñó a ser generosa.
Sí… sí seguía sonriendo dulcemente… A la mañana siguiente, dio la casualidad de que su vecina Rosaura llamó a la puerta de su piso pues tenía que entregarle un paquete, un regalo que una amiga había enviado para Berta. Berta no acudió a abrir, y como Rosaura guardaba una llave de su piso, regresó a su casa a buscarla… y entró.
Encontró a Berta en su cama con semblante tranquilo, muerta. Su alma había dejado esta tierra y había volado al cielo sumida en aquel su último sueño, su sueño feliz, milagroso, su último sueño…
Quizá el sueño de muchas almas tristes heridas por el desamor y dolientes de soledad y
abandono.
Relato publicado en el número 1.206
de febrero de 2003.