Unos días después, se presentó una señora llamada Nicolasa, ofreciéndose para adornar y embellecer los manteles con puntillas de ganchillo. Viuda de un ferroviario, viviendo sola y con una pensión de jubilación modesta, empezó a trabajar con mucha ilusión. Poco a poco, los dos altares se vieron adornados con manteles grandes y puntillas de mucho gusto y de buen tamaño, dando otro aspecto y otra luminosidad al entrar en la iglesia.
Nicolasa siempre se encontraba de buen humor, y tan feliz y orgullosa por darle al Señor un lugar más digno para su Santa Presencia. El ejemplo de la difunta Nicolasa, siempre tan discreta, no es un caso aislado. Así, no hace mucho supe que en un pequeño pueblo pesquero de Asturias, se festejaba la fiesta patronal del lugar en una ermita que tenía cuatro altares. Al entrar, llamaban la atención los manteles recién estrenados, blanquísimos, planchados con esmero, y luciendo sus puntillas a la luz de las muchas velas que encendían los vecinos y visitantes. Una mujercita del pueblo había decidido preparar durante meses estos cuatro manteles, para estrenarlos el día grande del Santo.
En muchas iglesias, capillas y ermitas, existe una labor invisible de amoroso cuidado, que vemos en los centros de flores frescas siempre tan preciosos, en la música que nos emociona, en los coros, en la preparación de las celebraciones. Demos gracias por ello, y pensemos en lo que podemos hacer cada uno de nosotros en nuestra parroquia.