Confieso que su interpelación, no cayó en saco roto, ni me dejó indiferente y aunque salí al paso diciendo que la Liturgia de la Iglesia, en el tiempo del Adviento, todos los años, nos propone los textos de la venida definitiva del Señor y manda predicar sobre ellos; no obstante, confieso que todo parece poco lo que se diga, escriba o avise en este sentido. El tiempo urge, el aviso de peligro es cierto e inminente y nos afecta a todos. ¿Por qué no hablar -me digo yo- “oportune e importune” sobre el tema? Sin querer aparecer como “profeta de calamidades”, pero tampoco ser “perro mudo”, he decidido, para los que desconocen la Palabra autorizada de Jesús, recordarla una vez más, pues ella es la única verdad imperecedera que está muy por encima de todo y de todos. He aquí un significativo e importante texto del Evangelio de Mateo: “Jesús les respondió: “Mirad que no os engañe nadie. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: Yo soy el Cristo y engañarán a muchos. Oiréis también hablar de guerras y de rumores de guerras. ¡Cuidado no os alarméis! Pero eso tiene que suceder, pero todavía no es el fin. Pues se levantará nación contra nación y reino contra reino y habrá en diversos lugares hambre y terremotos. Pero todo esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento. Entonces os entregarán a la tortura y seréis odiados de todas las naciones por causa de mi nombre. Muchos se escandalizarán entonces y se traicionarán y odiarán mutuamente. Surgirán muchos falsos profetas que engañarán a muchos. Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin se salvará. Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero para dar testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin”. No hay palabra más autorizada que ésta. La de Jesucristo, el Hijo de Dios. Ni la de los Papas, ni la de los santos, ni la de las apariciones marianas, ni la de los profetas, ni la de los que se presentan como conocedores del futuro por famosos que sean. La respuesta a esta Palabra, la definitiva, no puede ser otra en una persona creyente y cristiana que rumiarla, meditarla y convertirse al Señor que llega como Juez para regir la Tierra y todos sus habitantes.