O, como mucho, unos pocos segundos de lamento y de oración por las víctimas.
Las generalizaciones no caben aquí, pero sin duda en estos últimos años estamos asistiendo a un crecimiento paulatino del terrorismo, y no precisamente -o no sólo- en lugares exóticos y remotos, sino en el pleno corazón de Occidente. Los motivos son múltiples y difíciles de abarcar, pero parece claro que los extremistas más radicales del islamismo están consiguiendo sembrar el miedo en lugares que antes considerábamos pacíficos y seguros.
Por supuesto, la inmensísima mayoría de los musulmanes son gente de bien, que busca su felicidad y la de sus seres queridos. Se calcula que existen alrededor de 1500 millones de personas -o sea, una quinta parte de la población mundial- que profesan la religión instaurada por Mahoma hace 1400 años. No hay más que unos pocos miles (o, como mucho, centenares de miles) que tergiversan ese credo y lo reconducen hacia sus fanatismos más inhumanos, salvajes y condenables.
En el fondo, la obsesión de los terroristas jamás logrará su objetivo, ya que buscan el exterminio de los que no comulgan con su fe, o la conversión de sus disidentes, a base de imponer su doctrina. Pero es que la imposición de la fe es, de hecho, contraria a la fe como tal: la fe sólo es verdadera fe si se cree en ella -y se actúa en consecuencia- desde la plena libertad. Una fe obligada no tiene nada de fe. Mediante la violencia, el acoso o las amenazas nada se consigue, así de simple.
Seguir a la Verdad
Creo que resulta necesario y sumamente importante hacer énfasis en este punto. Si lo pensamos bien, ocurre en todas las religiones, entre ellas el catolicismo. Pensemos lo siguiente: que a pesar de que Jesucristo hizo numerosos milagros, algunos de ellos como para quitar el aliento y frotarse los ojos incrédulos (por ejemplo, resucitar a muertos o multiplicar panes y peces), Él siempre dejó un espacio para la libertad de sus seguidores. Por eso Judas le traicionó y por eso Pedro le negó hasta tres veces. No quería apóstoles cegados por falsas ideologías o por tercos fideístas. Y por eso nos asombramos al comprobar que, en el momento decisivo de la Crucifixión, apenas 3 personas acompañaban a Jesús, cuando una semana antes sus discípulos se contaban por miles. Él quería y amaba, y quiere y ama, esa libertad de las personas.
“Para creer, es preciso querer creer”, dijo un intelectual italiano hace más de 100 años. Ahí está la clave: para seguir a la Verdad -para nosotros los católicos, el sinónimo es Dios y su Iglesia- necesitamos hacerlo libremente, respetando las voces contrarias. Y nosotros al hablar de la fe al prójimo, lo haremos con una actitud de invitación y acogida, no de adoctrinamiento cerril.