Es común ver a ancianos, o gente mayor, que viven su día a día con relativa paz. Se levantan sin prisas, siguen su probada rutina mañanera de desayuno e higiene personal, salen a la calle a comprar el periódico, algo de carne o un puñado de verduras, asisten a misa o simplemente deciden caminar por las calles de siempre. Luego, almuerzan, se echan -quizá- una siesta, deciden dar un último paseo vespertino, ven algo de tele, cenan, se acuestan… hasta el siguiente día.
Hoy me gustaría ir un poco más allá, y tratar de reflexionar unos instantes sobre el valor que damos al presente, al descanso y al tiempo en general. Nosotros, la sociedad más joven, les vemos desde la distancia y apenas reparamos en ellos. Pensamos: “Uy, ahí va el ancianito andarín”. Pero, por desgracia, tendemos a olvidar algo muy importante. Y es que ellos han vivido tanto como nosotros, han tenido experiencias idénticas a las nuestras, esperanzas fundadas, amores imposibles, alegrías efímeras y deseos casi irrealizables. Y muchos están ahí ahora, disfrutando de pequeñas cosas en paz y armonía, saboreando hábitos aparentemente triviales.
¿Cuál es su secreto? Opino que muchos han desentrañado la esencia de la existencia: han descubierto, tras muchos años bregando en esta aventura llamada vida, que el jugo de la felicidad se extrae de momentos casi efímeros. La alegría serena tiene más que ver con muchos instantes bien aprovechados que con ocasiones puntuales en los que hemos depositado demasiadas expectativas.
No se me ocurre otro modo de entender los primeros 30 años de vida de Jesús. Los pasó en silencio, sin aspavientos ni milagros conocidos. Vivió junto a sus padres, trabajó como una persona más, sudando y ganándose el jornal. ¿Por qué? Seguramente porque, entre otros motivos, quiso ilustrarnos la importancia de la vida cotidiana. Murió, además, joven, recordándonos también que en cualquier momento podemos abandonar este mundo. Se nos pedirá entonces cuentas por los gestos de generosidad, las acciones piadosas, las conductas humildes en nuestro vivir diario.
A esto -a la necesidad de rescatar el valor que debemos otorgar al tiempo- se refería recientemente el Papa Francisco cuando afirmaba en una entrevista: "El consumismo nos llevó a esa ansiedad de perder la sana cultura del ocio, leer, disfrutar del arte. Ahora confieso poco, pero en Buenos Aires confesaba mucho y cuando venía una mamá joven le preguntaba: ¿Cuántos hijos tienés? ¿Jugás con tus hijos? Y era una pregunta que no se esperaba, pero yo le decía que jugar con los chicos es clave, es una cultura sana. Es difícil, porque los padres se van a trabajar temprano y vuelven a veces cuando sus hijos duermen. Es difícil… pero hay que hacerlo”. Y quien dice jugar con los hijos, dice conversar con los hermanos, hacer ejercicio con el cónyuge, realizar la compra con el cuñado o rezar con los padres.