El vuelo era corto, apenas un par de horas. Al iniciar el despegue me santigüé, como de costumbre. Siempre lo hago al comenzar un viaje, pero es que además tengo cierto miedo a volar. La señora que iba al lado hizo lo mismo instantes después, imitada mecánicamente por sus dos niños. Pasados unos minutos, cuando se estabilizó el avión en el aire, nos relajamos y surgió natural la conversación.
Cosas sin mayor importancia: los hijos que cada una tenía, los colegios, la compra diaria, el trabajo de los maridos, nos enseñamos fotos del móvil, etc. En cierto momento sentí curiosidad y le pregunté cómo se las arreglaba para cuidar de sus cuatro hijos y trabajar, puesto que yo tengo tres, no trabajo fuera, sólo llevo nuestra casa de turismo rural, que la
tenemos al lado, y no tengo tiempo para nada.
Entonces, con un poco de ceremonia, sacó un bolígrafo del bolso y una libretita y se dispuso a escribir como quien explica una lección:
–Mira, yo reduje mi jornada laboral a la mitad cuando tuve el segundo hijo. Pero al quedarme embarazada del tercero, decidí pedir una excedencia y… hasta ahora. Y estoy contentísima. Es verdad que mi trabajo profesional me reportaba cierta satisfacción, estaba muy bien considerada en la oficina, pero hice las cuentas y no me compensaba, ni siquiera económicamente.
Verás: mi marido llevaba las niñas al colegio por la mañana, yo las iba a buscar a la tarde, pero tenían que quedarse esperando en la guardería, un gasto.
Como andaba siempre corre que te corre, hacía mal las compras, no ahorraba en el súper. Terminaba tirando de pizzas y hamburguesas cada dos por tres. Necesitaba una asistenta que me hiciera la casa y cuidara muchas veces de las niñas: más gasto. Y encima, cuando había algún proyecto complicado en la oficina, la tensión me la traía a casa, y pagaban mi mal humor mi marido y las niñas. ¡Se acabó! Soy el ama de casa más feliz del mundo.
Al tiempo que hablaba, iba anotando en una columna las cantidades que gastaba cuando
trabajaba en la oficina: tanto en empleada doméstica, tanto en gasolina, tanto en falta de ahorro por malas compras etc. Y al final hizo la suma: era prácticamente igual a su sueldo. La conclusión estaba clara. No pude por menos que felicitarla por tan juiciosa y valiente
decisión. Su confidencia me afirmó en el convencimiento que tengo sobre el papel capital que juega la madre en el hogar.
No tengo la menor duda: el corazón de la familia es la mujer. La mujer, la madre, es por naturaleza la más inmediatamente encargada de la formación moral de los hijos. Si regresa agotada del trabajo, consumidas las energías ¿cómo podrá escuchar con serenidad
las solicitudes de los hijos? ¿Conseguirá ser paciente con el marido?
Para una familia, el ritmo moderno de vida, sobre todo en las grandes ciudades, es un tanto agotador. Todo va demasiado deprisa. Es importante que, en el hogar, al menos, reine la calma. Las madres labramos el porvenir de los hijos, mucho más aún que los padres. La mujer es mejor educadora que el hombre, la delicadeza y sensibilidad de la mujer consigue mayores frutos en los corazones de los niños.
El influjo social de la mujer es tan misterioso y suave como eficaz e irresistible. Y esto no tiene nada que ver con el discurso feminista, que, por cierto, tiende desnaturalizarla y rebajarla.
¡Con frecuencia vemos cómo la mujer es el resorte oculto de las acciones del hombre! Cuando se trata de crímenes y de riñas hay que preguntarse casi siempre: ¿quién es ella? La misma pregunta debe repetirse al considerar la mayor parte de los actos, resoluciones y éxitos de las empresas del hombre.
De esto se desprende cuánto importa al bien de la familia y al de la sociedad la educación de la mujer.