No fue el primer asesinato colectivo que los extremistas yihadistas han perpetrado contra colectivos religiosos de algún tipo. Ni siquiera contra personas inocentes. Y me temo que no será el último. Las cifras oficiales que se ofrecen de los primeros meses de 2016 son simplemente estremecedoras: más de 500 muertes de enero a mayo por culpa de los terroristas. Y es que la guerra yihadista ha producido estragos en muchísimos países, no sólo en Francia o Bélgica: Chad (100 mujeres violadas), Kenia, Níger, Egipto, Costa de Marfil, Turquía, Indonesia… son varios de los lugares que figuran en la triste lista.
¿Por qué existe tanto mal? ¿Cómo puede Dios tolerar semejante número de muertes injustas, de familias destruidas, de personas crónicamente afectadas? Dudo que haya una respuesta humana –racional- a esa pregunta. Lo que sí se vuelve más evidente, cada día que pasa, es que no sirve de mucho devolver con la misma moneda. Vengarse de una muerte con otra muerte no satisface ni colma. Quizá alivie un poco, pero en el fondo enciende todavía más la llama del odio y la guerra.
Aquellas monjas en Yemen estaban al frente de un asilo en donde cuidaban a unos 60 ancianos pobres musulmanes, tanto hombres como mujeres. Es decir, los yihadistas acabaron con la vida de unas mujeres dedicadas en cuerpo y alma a atender a los “hermanos en la fe” de los propios terroristas. Demencial.
Ellas conocían el peligro que corrían quedándose en Adén, la segunda urbe más importante de Arabia Saudita y con apenas 3000 cristianos confesos. Prefirieron apostar por su vocación, por la caridad en su máximo esplendor, sin importarles los riesgos ni las creencias de sus pacientes.
Ahora podemos preguntarnos qué hacemos nosotros para defender nuestra fe: si nos amedrentamos cuando alguien se burla del Papa en público; si preferimos pasar por alto las blasfemias que algún amigo nuestro profiere cada dos por tres; si preferimos la comodidad del sillón cuando se nos presenta la oportunidad de confesarnos después de un puñado de meses sin hacerlo; si nos callamos, dóciles y aborregados, cuando alguien lanza críticas encendidas o chistes burlones hacia quienes profesan una fe de algún tipo; si cedemos, con poca o ninguna resistencia, a tentaciones diabólicas que sólo nutren nuestros caprichos efímeros de sensualidad, de arrogancia o de egoísmo.